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El más difícil todavía está bien como propuesta en el mundo del circo, no tanto en el de las obras públicas. Pero eso es algo que no debe desanimar a Boris Johnson , quien tras alimentar proyectos tan extraordinarios como un puente ajardinado de doscientos metros de largo de una ribera a la otra del Támesis a la altura de Chelsea o, más chocante, un aeropuerto en el citado río –ambos descartados–, se descuelga ahora resucitando una quimera de la época victoriana. Nada menos que la construcción de un puente o un túnel que uniría Irlanda del Norte con Escocia. El proyecto gusta a los hombres de negocios pero mucho menos a los ecologistas y se entiende ya que pasar de lugares verdes a zonas devastadas por la contaminación y el barullo, pues eso. Por otra parte existen dificultades técnicas. Un puente se enfrentaría a los fuertes vientos que soplan en el Canal del Norte, hasta el punto de que, en días de temporal, los vehículos circulantes podrían acabar en el agua. Por si ello fuera poco, el túnel pasaría cerca de la llamada fosa de Beaufort, una especie de peligroso basurero en la profundidad marina al que el Gobierno británico toneladas de armamento desechado tras la II Guerra Mundial. Espinoso dilema. Y es que los humanos en general y Johnson en particular no sabemos estarnos quietos en lo tocante al paisaje, empeñados en no dejar en paz a la geografía y agobiarla con la historia. Es conveniente recurrir al escepticismo en cuestiones como estas. Yo, desde la canción que hablaba de un posible puente entre Valencia y Mallorca, estoy en guardia. Pero, claro, desde el poder se parte con la ventaja de poder debatir cualquier idea que en otra circunstancia se tomaría como un desvarío. Y Boris lo sabe.