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La llegada al poder de un político viene marcada por el quehacer de quien fue su antecesor en el cargo. Y como es natural, Joe Biden estará obligado a apechugar con los problemas causados por la incompetencia de Donald Trump , y a beneficiarse de los logros por este último alcanzados. Y uno de los lugares del vasto territorio norteamericano en el que más difícil puede darse con políticas a ‘agradecer’ por parte del actual mandatario al anterior es la frontera con Méjico. Allí Trump llevó a cabo todas las maniobras posibles que garantizan el enquistamiento de una cuestión de por sí complicada. Trump desmanteló el sistema de asilo, cerró las instalaciones, acabó con las vías legales establecidas para que los menores pudieran llegar de manera segura a los EEUU, dejándolos así en manos de los traficantes, y en suma desarrolló una política de obstrucción a la que va a tener que enfrentarse el nuevo presidente. Y lo más preocupante es que precisamente la llegada a la presidencia de Biden y sus promesas de mayor tolerancia y apertura ha repercutido en un aluvión de inmigrantes que saturan la frontera sur.

La pobreza, la violencia, la desigualdad –esas grandes pandemias causadas por los humanos y que instaladas en pleno siglo XXI no merecen la misma atención que las que tienen su origen en un virus– han conducido a la frontera no solo a mejicanos, sino también a gentes de El Salvador, Honduras, o Guatemala. Un Biden presumiblemente bien intencionado busca una «aproximación humanitaria» hacia, y entre los inmigrantes. Ello exige ampliar y mejorar las medidas de acogida, y, sobre todo, esa solución de siempre que no se aplica casi nunca: ayudar a los países de origen, evitando así la migración.