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El asalto de grupos de ultraderechistas al Capitolio estadounidense ha sido comparado por la derecha y ultraderecha española con el asedio al Congreso de los Diputados de 2012, organizado por la ultraizquierda. Se trata de una comparación en la que, como tantas otras veces, se fuerza el paralelismo acentuando lo que parece semejante y escondiendo lo que separa ambos hechos. 

Para la ocasión se olvida que los sujetos instigadores de las dos acciones no tienen nada que ver. En Estados Unidos ha sido el presidente del país el que durante cuatro años, además de estar poniendo en duda el sistema democrático y despreciando el mínimo decoro institucional, el que ha azuzado sin descanso a las bestias antidemocráticas de ultraderecha para su solaz personal y al final las instó a la protesta contra el Congreso -la unión de la Cámara de Representantes y el Senado – en el momento en el que debía confirmar la victoria de Joe Biden. Fue un ataque directo a la soberanía popular. Sólo reculó cuando se dio cuenta que le huían sus propios colaboradores, temerosos de una acción judicial por sedición, y entonces él debió entender hasta qué punto se había pasado. En el caso español no fue el jefe del Estado ni del Gobierno el que instó a la actuación susodicha, sino un grupúsculo animado por un partido neocomunista que entonces decía ser antisistema. Si alguien no ve en el contraste la inmensa diferencia política es que sencillamente no quiere verla. 

Otra cosa es que sea verdad, que lo es, que tanto la ultraderecha como la ultraizquierda se hermanan en su desprecio ideológico a la democracia. Claro, es que son ideologías totalitarias, aunque hoy, a diferencia de lo que sus antecesores respectivos hacían a las claras hace ya casi un siglo, intentan disimular bajo ropajes de disfraz demócrata, amén de barnizarse con lo que se llama el populismo. 

Sin duda existe un sustrato ideológico idéntico entre aquel lema español de “lo llaman democracia pero no lo es” que animaba el asedio al Congreso y la justificación que daba a los periodistas uno de los asaltantes del Capitolio norteamericano: “es nuestro Congreso y tenemos derecho a estar aquí”. Para los totalitarios las cámaras de representación democrática no albergan la legitimidad ciudadana. Son suyas y son ellos los que imbuidos de la razón absoluta deciden lo que es legítimo -lo suyo respectivo, siempre – para todo el mundo. Sólo vale su verdad. Cierto, es así. Pero cuidado: lo de Madrid de hace nueve años fue una manifestación, no un asalto. De nuevo: si alguien no ve la diferencia, es que no quiere verla. 

Otrosí: la concentración española estuvo permitida por la autoridad gubernativa y se acotaron las zonas de manifestación para asegurar el debido respeto a la institución esencial de nuestra democracia. En Washington la policía se vio desbordada, la horda entró a la fuerza y ejerció violencia ilegal contra la institución que representa la libertad en Estados Unidos. Cierto es que en Madrid los habituales extremistas violentos provocaron disturbios pero fueron una ínfima minoría, no asaltaron la institución ni representaban a los organizadores ni, mucho menos, fue la tónica general de comportamiento de los manifestantes. En cambio el objetivo único del otro día en el Capitolio americano fue la violación institucional. Otra vez: si alguien no ve diferencias de comportamiento, es que no quiere verlas. 

Es verdad asimismo que los líderes ultra españoles, Santiago Abascal y Pablo Iglesias, se hermanan -como es lógico – en su populismo esencial al intentar confundir la parte con el todo para horadar la democracia. Así, el líder neocomunista critica los hechos de Estados Unidos y aprovecha para asegurar que es “el modus operandi de la ultraderecha” en todas partes, se sobreentiende que también en España. ¿Y qué es para él esa ultraderecha? Pues Vox, por supuesto, pero bien se asegura de repetir una vez y otra -como hacen los demás directivos de la corporación morada- que el PP también cojea del mismo extremo. Así, de un grosero brochazo, subsume la parte democrática de la derecha en un todo neofascista. Lo cual es puro comunismo de libro, con la intención de debilitar al máximo posible la democracia, confundiendo a los ciudadanos de buena fe que puedan creerle y unifiquen en su cerebro la ultraderecha con la derecha democrática. Exactamente igual hace Abascal cuando lamenta lo ocurrido en Estados Unidos pero, acto seguido, escribe que “quizá lo que les molesta a los comunistas y socialistas es que en otros países las izquierdas hayan perdido el monopolio de la violencia”y que son estas “izquierdas” las que llevan mucho tiempo "dinamitando instituciones, controlando medios y amparando la violencia en todo occidente". O sea: la izquierda es la culpable de la violencia ultraderechista que, si acaso, es reactiva.Y sin distingos entre la socialdemocracia  y el extremo izquierdista en el que anida una pequeña parte violenta. Cómo iba a distinguir si lo que quiere, como Iglesias, es difuminar la parte socialdemócrata en un todo ultraizquierdista violento para confundir a la gente y así atacar la esencia del sistema democrático que requiere de matices. Sin éstos no hay democracia. Bien lo saben Iglesias y Abascal. Por eso nunca los atienden e intentan hacer ver que no existen. 

Sí, es pertinente esa homologación de fondo ideológico liberticida entre ambos. Ahora bien, no puede olvidarse que la diferencia política entre los proyectos que lideran es enorme. El neocomunismo de Podemos no asusta a nadie. Porque no tiene – afortunadamente -ninguna posibilidad de alcanzar el poder para cambiar el sistema –es imposible por mucha fantasía propagandística que le pongan los ultras de derecha -, no tiene en éste cómplices para conseguir sus objetivos, no tiene apoyos sociales de relevancia ni mucho menos cuenta con poderosas falanges en el mundo empresarial, judicial, militar... No inspira temor a nadie -más allá de que no guste lo que dice y hace –, además, porque no hemos padecido una dictadura comunista, bien es verdad que no por falta de ganas del PCE de los años treinta del siglo XX. Mientras, por su lado, Vox es puro neofranquismo y todos tenemos plena conciencia -por experiencia directa, familiar o por proximidad histórica – de lo que fue para el país ese régimen totalitario que todavía tiene epígonos relevantes en importrantes ámbitos de la administración y en el mundo empresarial. Por eso, al contrario de los neocomunistas, los neofascistas sí que levantan temor. Esta diferencia entre ambos proyectos políticos es abismal y sólo puede no verla quien no la quiera ver. Otra vez.