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La posibilidad que el Gobierno de Pedro Sánchez busque, sea de forma directa –a través de un proyecto de ley– o indirecta -como proposición de ley presentada por el PSOE u otro grupo parlamentario, como el de Podemos-, una reforma del Código Penal ha suscitado una enorme polémica -y van… - por la intención, obvia, de reducir las penas a las que han sido condenados los dirigentes independentistas catalanes. Así, aplicando, como es de ley, la pena más favorable al reo, alcanzarían la plena libertad –contando que antes habrán tenido beneficios penitenciarios, como permisos u otros- mucho más pronto de lo que el horizonte de cada pena impuesta prevé ahora mismo. 

Es comprensible que el interés del Gobierno sea chocante para muchos españoles e incluso que otros consideren que es vergonzoso, pero no existe otro camino para intentar alcanzar una salida a lo que se vive en Cataluña. Cuando se trata de buscar obtener alternativa a un conflicto político, haya o no violencia de por medio, la negociación política es la única posibilidad, diga lo que diga la ley. Hay que tener un poco de perspectiva. La paz en el País Vasco sólo fue posible a cambio de la generosidad democrática de aceptar ir viendo a los terroristas por la calle. Sí, es duro para las víctimas y para cualquier demócrata. Pero es que no existe alternativa. Ocurrió igual en otros países. En Italia los líderes de las Brigadas Rojas cumplieron cárcel pero salieron más pronto de lo previsto por la generosidad democrática, lo mismo ocurrió en Alemania con terroristas de la Fracción del Ejército Rojo -si bien es cierto que sus tres principales líderes murieron en la cárcel en extrañas circunstancias– y por supuesto igual acontece en Gran Bretaña con los asesinos del IRA. Y remontémonos un poco antes: tras la Segunda Guerra Mundial la inmensa mayor parte de los homicidas nazis no fueron perseguidos y vivieron cómodamente en libertad hasta el fin de sus días en Alemania y Austria, igual que los fascistas en Italia y los criminales comunistas -tras la caída de las respectivas dictaduras- en Rusia, Lituania, Estonia, Serbia, Hungría, Polonia… No existe, no puede existir, futuro sin cerrar el pasado. Duro, sí, pero inevitable. 

Si en todos los países que padecieron estos movimientos políticos sanguinarios se ha ganado el futuro en paz y libertad a base de la extrema generosidad democrática, ¿cómo no iba España a perseguir el mismo objetivo en Cataluña a partir de igual generosidad si los separatistas no han usado la violencia? Por esto mismo con más razón, por supuesto. 

El “a por ellos” y los discursos ultra impostados tipo el de Borbón en octubre de 2017 pueden ser buenos para la digestión estomacal primaria, pero de ellos nunca en ningún país se ha obtenido nada en clave de futuro en libertad, democracia y en paz. 

En la España mesetaria existe una querencia evidente, que viene de antaño , a explicar la realidad que no se quiere asumir por la conjuración extranjera o quintacolumnista -y a menudo de ambas a la vez – que pretende sojuzgar la sagrada soberanía nacional que para muchos, y como dijo en celebrada ocasión la ultra nacionalista Esperanza Aguirre, “tiene 3.000 años de historia”. Todavía resuenan ecos de delirios imperiales. Una parte de los políticos que hacen carrera en la Villa y Corte nunca han asumido -todavía hoy- la que fue dramática pérdida del imperio y, mucho menos, de las últimas colonias en 1898: ahí está como prueba el éxito editorial de la fantasiosa novela de María Elvira Roca “Imperiofobia y leyenda negra”-

Déjense al margen las quimeras nacionalistas de un lado y otro – “Cataluña tiene mil años” es la tontería hermanada con la de Aguirre –, las ansias de sometimiento del nacionalismo catalán y céntrese el interés nacional en aceptar la realidad: que hay que resolver la cuestión del encaje del País Vasco y Cataluña en el conjunto del Estado. Son diferentes políticamente y como tales hay que tratarlos. Y lo son no por razón lingüística, no por razón cultural, no por razón histórica, no por otra razón que la democrática de comprobar que en ambas regiones se vota diferente al resto del país desde siempre: ¿acaso no basta? Es así de sencillo. Acéptese la evidencia y actúese en consecuencia. Es lo más sencillo, justo y, sobre todo, necesario. 

Si se así se asume, la reforma del Código Penal es el primer paso para la consecución de una posible salida del bucle catalán que permita que luego, con tranquilidad y con el tiempo que sea necesario, ir a la búsqueda de una estructura de Estado razonablemente buena o, al menos, aceptable para todos.