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Vivimos en un país en el que hay dos tipos de corrupción política. La personal, la del tipo que mete mano a la caja pública para quedarse los cuartos y la otra, la que es parte de la estructura política, la que tienen por destinatario los partidos políticos. Esta última es la más preocupante. A la primera, mal que bien se la persigue y poco o mucho vamos avanzando hacia su extirpación. Nunca será ésta total, ya lo sabemos, pero socialmente hemos conseguido que aquel que nos roba se vea estigmatizado. No siempre fue así. Por tanto por este lado hemos mejorado. Sin embargo con la otra todavía nos queda mucho trecho por recorrer. Estos días hemos visto cómo la fiscalía llegaba a un acuerdo con Unió Democràtica de Catalunya (UDC) mediante el cual ésta devuelve unos dinerillos cobrados “equivocadamente” –casi 400.000 euros- y la petición de cárcel –entre 7 y 11 años- se desvanece. Aquí paz y después gloria. Relacionado con este asunto, el que fue secretario general de Alianza Popular, Jorge Vestringe, decía que lo de UDC no es nada aislado porque en su tiempo su partido, hoy PP, ya lo hacía. Y a la vista de los últimos acontecimientos, lo del extesorero del partido conservador, hay que tomarse seriamente las palabras de Vestringe. Ni lo de UDC, ni lo del PP ni en su día lo del PSOE puede aceptarse. En medio de esta enorme crisis económica y política, estas prácticas son insoportables y de nada vale decir que todos y siempre lo han hecho. Hay que acabar con esta lacra. Cómo sea. Y ahora. Porque si no el sistema va a corromperse tanto -¿lo está ya?- que ningún remedio será posible.