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En Barcelona ha salido a la calle mucha, muchísima gente para reclamar la independencia de España. Quieren que Cataluña se convierta en un nuevo estado de la Unión Europea. Dejemos ahora las discusiones bizantinas de cuántos eran realmente los manifestantes, de si todos se manifestaban exactamente por lo mismo, de si los catalanes estarían mejor o peor siendo Cataluña independiente, de si la Unión aceptaría la declaración de segregación unilateral o no, de si es aplicable al caso el derecho a la autodeterminación recogido por las declaraciones de la ONU o si esto es pura fantasía… Dejemos todo esto aparte y centrémonos en cómo es posible que crezca tanto el independentismo en una región en la que o mucho cambia la coyuntura política o pronto va a provocarse una situación institucional muy peliaguda. Que tras la negativa de Mariano Rajoy a Artur Mas de “pacto fiscal”, el presidente catalán convoque elecciones bajo la bandera de o ese pacto o independencia. Hace algo más de dos años era imposible que tal escenario pudiera producirse. Pero está a punto. ¿Por qué? Es cierto que Mas juega al despiste –no en vano es tan inútil como Bauzá aquí, Rajoy por todo y etcétera- y también es cierto que la crisis tan profunda hace agarrarse a cualquier clavo ardiendo, incluido el independentista, pero no se explica solamente por estas razones. Ha de haber algo más. Y ese más es que la corte de la villa madrileña no parece entender nada de las legítimas reivindicaciones nacionalistas periféricas. Lleva más de tres décadas sin entenderlas. Por mucho dinero que dé a los gobiernos nacionalistas, por muchas competencias que traspase nunca será suficiente. Solamente hay dos opciones. O cerrar el mapa autonómico o plantearse seriamente una reforma del Estado porque el actual no está funcionando. Dado que a estas alturas la primera opción es imposible –hay una clase política autóctona formada por PP-PSOE en cada región autónoma no nacionalista que abortaría la intención- no existe otra que afrontar la reforma seria, a fondo, del Estado. Para hacer ahora lo que las circunstancias impidieron en 1978. Crear una estructura acorde con la diferencia –sociológica, histórica, lingüística y, sobre todo, política y electoral- de País Vasco y Cataluña. No para evitar que crezca el independentismo –como han pretendido todos los fallidos intentos de cohabitación con los nacionalistas- sino simplemente para convivir todos en la máxima armonía posible. Y si llegara el momento que esto último no fuera posible, pues a separarse civilizadamente. Que otros lo han hecho y no ha pasado nada.