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A mí me da igual si Urdangarín y su mujer se separan, siguen juntos, cesan temporalmente de convivir o se divorcian. Lo que no me es para nada indiferente es esa sensación, que tantos tenemos, de que está en marcha una operación para criminalizar al todavía yerno del rey y salvar a la hija de éste. Comprendo que la corona se sienta débil. No es para menos, con los espectáculos que últimamente nos regala. Entre la amante, que no convive con su esposa meramente oficial y que disfruta pegando tiros a elefantes lo del rey es un esperpento. Y que su hijo vea amenazado el trono que le tiene que dar de comer –generosamente, por cierto- a él, a la expresentadora de tv y herederos, se entiende. No sólo por los divertimentos escandalosos de su padre sino también por su familia política, de lo más peculiar. Si a todo esto añadimos cómo está el país y la irritación creciente contra todos a los que pagamos esos sueldazos que se ponen, pues cómo no van a estar preocupados por La Zarzuela. Sin embargo, por mucho que yo les entienda, pobrecitos, no puedo evitar sentir esa sensación referida al principio. Porque creo que somos muchos los que imaginamos que una esposa que haya recibido dinero de un negocio del marido que está siendo investigado judicialmente por un porrón de supuestos delitos y que, a la vez, sea socia de una empresa, también del cónyuge, igualmente bajo investigación estaría a estas alturas imputada. Y esa sensación no puede soslayarse a la que hace pensar que hay un interés, desde múltiples flancos, por lo dicho: por crear compartimentos estancos. Que una cosa es Urdangarín y la otra Cristina. Que él es el pérfido demonio y ella la engañada, la ingenua víctima. Que a él, a echarlo a los leones. A ella, pobre, que se quede sin mácula. Quizá solamente sea una sensación que no se corresponde con ninguna realidad. Ojalá. Pero no sé, no sé, me da que sí hay realidad, y mucha.