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Las oleadas de migración suelen generarse a rebufo del boca a boca que, en los países emisores, proclama las venturas que ofrece un destino. Familiares, amigos o vecinos del mismo pueblo se animan a hacer el petate y viajar allí donde aquel conocido logró establecerse. Mallorca está de moda desde hace un par de décadas, cuando perdió aquella ‘normalidad' establecida años atrás en la que el negocio turístico proveía, la renta per cápita era generosa –de las más altas de España– y la calma todavía podía considerarse nuestro estilo de vida. Todo eso quedó dinamitado hace tiempo. Hoy las estadísticas confirman que seguimos siendo la tierra prometida para muchos extranjeros que, a buen seguro, no hallan aquí todo lo que esperan.

El problema de la vivienda.

Porque el sector turístico sigue generando enormes beneficios, pero hemos comprobado que no permean a toda la sociedad. La renta per cápita se ha desplomado al mismo tiempo que el nivel de vida se dispara, con precios desorbitantes, especialmente en la vivienda y la cesta de la compra. Y eso, para un inmigrante recién llegado, solo puede ser un frío baño de realidad. Mallorca también recibe desde hace tiempo otro tipo de migración, aunque porcentualmente más baja. Se trata de europeos con un poder adquisitivo alto –o muy alto– que fijan su residencia en una Isla que algún día les enamoró. Invierten en inmuebles y su demanda explica, en parte, la crisis habitacional.

Otro modelo.

Pero ese ‘morir de éxito' de la actividad turística requiere ingentes cantidades de mano de obra, y eso solo puede traducirse en más llegadas de inmigrantes de baja cualificación dispuestos a salir adelante casi a cualquier precio. El manido cambio de modelo, no solo turístico, sino también productivo, no es más que una quimera que no se aborda con seriedad. Mientras apostemos por lo masivo siempre habrá quien desee probar suerte en este mercado laboral superdinámico, aunque luego la vida se les haga cuesta arriba.