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La detención de Rachid –un ciudadano español de origen marroquí al que se le vincula con el yihadismo– el pasado jueves en Campos, en el marco de la ‘operación Karim’ de la Policía Nacional, pone de manifiesto la vigencia de la amenaza del terrorismo islamista que España ya sufrió en el aciago 11-M de 2004. Dos décadas después sigue siendo necesario mantener todo el dispositivo de alerta y control para tratar de prevenir nuevos ataques, terreno en el que la policía española es considerada un referente mundial; buena prueba de ello es la operación desplegada en la localidad mallorquina bajo la tutela judicial de la Audiencia Nacional.

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Vigilancia permanente.

La culminación de la investigación determinará el grado de peligrosidad real que suponía Rachid, el cual había alcanzado un nivel de radicalidad en muy poco tiempo. Con todo, resulta preocupante el elevado grado de conocimiento de las redes sociales para propagar sus ideas que tienen los yihadistas y seguir captando adeptos; da la impresión que se trata de una carrera sin aparente final en la que el más mínimo error puede provocar una tragedia, aquí o en cualquier otro país occidental. La eficaz intervención de la Policía Nacional en Campos, que provocó la lógica preocupación entre sus ciudadanos, ha abortado con toda probabilidad alguna acción sangrienta en el futuro; no sabemos hasta cuándo, pero ahora estamos un poco más seguros.

Un fracaso colectivo.

La irrupción del terrorismo yihadista se debe entender como un error de los países occidentales en el mundo árabe, incapaces de superar la visión estrictamente economicista de la zona y obviar sus consecuencias políticas. El yihadismo tiene poderosas fuentes de financiación ya identificadas, pero algunos de los gobiernos compatibilizan su apoyo al movimiento con el suministro de energía a los países desarrollados; un maldito cruce de intereses.