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España se muestra dispuesta ha aceptar el modelo aprobado por la Unión Europea (UE) para gravar los beneficios extraordinarios de las grandes empresas energéticas, un tipo todavía por determinar y que se aplicará durante cuatro meses. El Gobierno español, por su parte, renunciará a su propuesta que se centraba en un gravamen sobre la facturación y con una duración de dos años para adaptarse a la fórmula europea, la cual cuenta con el apoyo del principal partido en la oposición, el Partido Popular. Con todo, el cómo y el cuándo del nuevo tributo de ámbito continental es todavía una incógnita.

Intereses divergentes.

La iniciativa aprobada por el Parlamento Europeo a propuesta de la presidenta de la Comisión, Ursula von der Leyen, supone otro avance en la fiscalidad común de la UE, aunque, justo es admitirlo, todavía sigue siendo más un objetivo que una realidad. La lentitud con la que se aplican las diferentes normas –un ejemplo paradigmático podría ser la tasa Google– invita al escepticismo con respecto a la efectividad de este tipo de decisiones. Los intereses divergentes de cada uno de los países miembros ralentiza la aplicación de un marco común en materia fiscal en el seno de la UE. La dinámica debería romperse en el caso de las empresas energéticas, ya que el impacto en la economía es muy grave. El alza de los precios repercute por igual en las familias y las empresas.

Ofrecer realidades.

Los cambios fiscales que quiere introducir la UE son un camino ideal para mostrar la eficacia de las instituciones europeas siempre que se reflejen en el recibo de los consumidores, ahogados por una inflación que, dentro y fuera de España, merma su capacidad adquisitiva y lastra la competitividad empresarial. Al fin y a la postre, de lo que se trata es de contrarrestar en la medida de lo posible un alza de los precios energéticos y que las empresas del sector no sean las únicas beneficiadas.