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Los informes policiales que revisan la instrucción del ‘caso Cursach’ contienen conclusiones demoledoras. Una de ellas tiene que ver con la complicidad del juez Manuel Penalva y el fiscal Miguel Ángel Subirán para mancillar el honor de personas que ahora aparecen como inocentes, pero a las que truncaron sus carreras profesionales y dañaron su convivencia familiar. Penalva y Subirán fundamentaron muchas acusaciones sobre pruebas falsas o sin contrastar, y en testimonios dudosos o conseguidos bajo amenaza. Su razonamiento especulativo hacía todo lo demás. Esta instrucción supuso un huracán judicial para los investigados, que además fueron sometidos al escarnio público a través de filtraciones interesadas a la prensa. No tenían la más mínima defensa y, mucho menos, presunción de inocencia.

Una fabulación completa.

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Empresarios, políticos, funcionarios o policías locales inocentes no superarán con facilidad el daño injusto de las investigaciones de Penalva y Subirán. Muchos de ellos fueron sometidos a detenciones y prisiones preventivas. Mientras, su reputación era destruida con constantes filtraciones a la prensa para crear un clima de maldad y condena. Durante años, ningún órgano judicial advirtió –y si lo hizo, no actuó– de que se estaba conculcando de manera sistemática el derecho a la presunción de inocencia. Sólo se actuó cuando Ultima Hora destapó el escándalo de los WhatsApps, es decir, cuando el daño cometido ya era irremediable.

Crítica y autocrítica.

Lo ocurrido en el ‘caso Cursach’, como en otros que hemos conocido estos años, debe provocar la reflexión del estamento judicial y de la profesión periodística en su conjunto. Unos, por permitir que durante años se realizara una instrucción mediatizada y, además, presuntamente delictiva. Los medios de comunicación, por creer a pies juntillas relatos difamatorios y lanzar condenas con una ligereza que avergüenza.