Javier destaca que en su profesión la actualización es constante para mejorar. | STEPHANIE HAENI

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Si hubiera que definir a Javier Gómez Sáenz (Madrid, 1973) con una palabra o expresión, esta sería saber estar. Con 16 años tuvo la oportunidad de trabajar en Zalacaín moviendo cajas para el maestro de maestros de la sumillería, Custodio López Zamarra. Después vino a Mallorca y las oportunidades laborales le llevaron por otros sectores muy diferentes, pero en 2013, con la crisis, volvió a la hostelería. Se afanó en formarse lo mejor que pudo, labor que continúa haciendo cada día. En 2016, quedó tercero en el Campeonato de España de Sumilleres y ha sido tres veces finalista en el de Balears. Ha trabajado en restaurantes como El Chaflán de Patxi, Es Racó des Teix o Es Fum. Desde 2019, trabaja como mayordomo en una finca de Deià de la que apenas puede dar datos por un contrato de confidencialidad. A pesar de ello, de sus respuestas se deduce una vida apasionante.

¿Tiene antecedentes familiares en este mundo?
— Ninguno, pero mi padre era un gourmand. En casa siempre teníamos unas reglas muy estrictas a la hora de comer y cuando visitábamos un restaurante mi padre me explicaba muchas cosas que a mí me parecían fascinantes. Ahora trato de hacer lo mismo con mis dos hijos, Javier y Martín.

¿Cómo empezó a trabajar al servicio de una casa particular?
— Fue por un cúmulo de circunstancias. Un cliente que me había conocido tanto en Es Racó des Teix como en Es Fum y que era el general manager de la casa, me propuso ir a trabajar cuatro días a una casa particular como sumiller para una boda importante. El atractivo económico fue determinante para que aceptara. Pero él lo tenía todo preparado y tras pasar esos días encantado con todo lo que veía, material, bodega (con más de 6.000 referencias), organización... me propuso quedarme como sumiller y segundo mayordomo.

¿Qué sabía de ese mundo?
— Nada y así se lo expliqué, pero me aseguraron que el mayordomo principal, Andrea Loni, me entrenaría en cada una de mis obligaciones. Trabajé con él durante dos años y medio. Al final decidió dejar la casa para montar su propio negocio, The Butler Experience, y me quedé al cargo de la mayordomía de la casa. Y fue una circunstancia afortunada porque pocos meses después llegó el confinamiento y vi con tristeza cómo mis compañeros, todos grandes profesionales, pasaban a esa medio existencia forzada de los ERTE.

¿Ha prestado su servicio en más casas?
— Solo he trabajado en esta y si Dios quiere no cambiaré, porque lo más importante de este lugar, para mí, es la gran amabilidad de los propietarios. Le aseguro que si no me dicen ‘gracias’ y ‘por favor’ veinte veces cada cena no me lo dicen nunca, con cada gota de vino, con cada cubierto que les cambio. Son muy buenas personas y para nada personas altivas u orgullosas.

Javier Gómez, durante su época de sumiller en el restaurante Es Fum.

¿Cuáles son sus funciones?
— Organizar todo lo relacionado con la habitabilidad de la casa. En invierno encender las chimeneas, crear los ambientes adecuados encendiendo cien velas cada noche en el momento adecuado, encender las luces de la casa con la intensidad requerida en cada momento porque no es lo mismo una cena íntima que una celebración de cumpleaños, abrir y cerrar sombrillas, colocar cojines en toda la casa para que puedan disfrutar de un momento de relax donde les apetezca, estar pendiente del tiempo en todo momento para poder ofrecer la experiencia más correcta en virtud de las condiciones climatológicas, estar preparado para situar la mesa en el lugar donde les pueda apetecer en cualquier momento, pero como digo, son tan amables que cuando deciden un cambio, me ayudan a mover todo a pesar de mis protestas. También debo preparar las decoraciones temáticas de las mesas, controlar los menús con el jefe de cocina, organizar todo lo relacionado con la estancia de sus invitados, preferencias, alergias e intolerancias, experiencias como viajes en el barco, salidas en bicicleta... todo tiene que estar preparado para cuando lo soliciten. Debo crear momentos únicos. Para esta Pascua estoy pintando huevos para que cuando lleguen se sientan como en casa. En Halloween les recibo con calabazas talladas. Es fundamental mantener con limpieza extrema la cubertería, la porcelana, la exquisita cristalería, todas las máquinas... etc. También me encargo de atender la llegada de proveedores a la casa, realizar los inventarios, asesorar en proyectos enológicos, controlar la bodega y recomendar los vinos incluso cuando no están en Mallorca, porque a veces me escriben desde algún lugar y gracias a la confianza que me tienen prefieren conocer mis maridajes. Hay muchas más cosas, pero estas son las que ahora me vienen a la cabeza. En definitiva, que nada falle cuando ellos vienen a descansar incluyendo el control del cierre y la seguridad de la casa.

¿Cada vez está mejor preparada la gente joven o no?
— Yo no lo veo. La mayoría de la gente joven con la que he trabajado conoce muy bien la legislación laboral que les beneficia, pero no se preparan para ser mejores cada día. Alguien de 20 años puede pasar seis horas en internet sin haber mirado un solo curso o preparación de barista, sin interesarse por las condiciones de la comida kosher, del omotenashi... Vale, pero que luego no pidan los beneficios de los que han estudiado y trabajado y siguen haciéndolo cada día para ser mejores profesionales.

¿Echa de menos trabajar en un restaurante?
— En algunos aspectos sí. El tener cincuenta comensales cada vez es tener muchas oportunidades de catar muchos vinos cada día. Además, conoces a muchísima gente interesante y compartes la necesidad de ser rentable con un equipo de profesionales.

La situación más divertida que ha vivido en su profesión.
— En una boda, el speaker, que había llegado dos minutos antes y no conocía a la pareja, me agarró del brazo pensando que era el novio por mi traje oscuro y me presentó. Yo, con cara de circunstancias, me dirigí al micro y dije: «Aunque para mí sería un honor poder contraer matrimonio con una señorita tan bella, creo que ella sería más afortunada haciéndolo con un distinguido caballero como el que viene en este momento por el pasillo».

¿Y la más incómoda?
— En 2017, tras la invasión de Crimea, una noche en una mesa de un restaurante donde trabajaba de sumiller estaba sentado un grupo de ucranianos y en la de enfrente otro de rusos. Por lo visto se conocían entre ellos, y fue incómodo, porque el anfitrión de los rusos, con mucha prepotencia, me pidió que cogiera una botella de Petrus 1988 (más de 6.000 euros) y la llevara de su parte a la otra mesa. Los ucranianos, con mucha educación, me pidieron que les llevara a la mesa de los rusos otra botella igual y tres latas de coca cola para que la pudieran mezclar. En ese momento casi me quedo muerto. Veía que el enfrentamiento era inevitable. Rogué a los clientes ucranianos que por favor no me pidieran eso. Ellos empatizaron conmigo y me dijeron que no me preocupara, que no era necesario que lo hiciera. Cuando llevé el Petrus 1988 a su mesa, me pidieron que no la abriera, que simplemente la dejara sobre la mesa. Al final de la cena me dijeron que me la regalaban, pero por motivos de empresa y personales devolví la botella a la bodega.