Detalle del equipo que acompañaba al aventurero en su recorrido: bici, mochilas y tienda de campaña. | JUAN ANTONIO OLIVIERI

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En pleno octubre isleño, con la playa repleta de alemanes cociéndose al sol, el termómetro ya marca -37º en Yakutsk, capital de la república rusa de Sajá, en Siberia. Nada fuera de lo común. Un otoño como cualquier otro, que anticipa los -50º a los que desciende el mercurio en pleno invierno, sin que nadie pestañee. Sobre todo porque en Oymyakon, un núcleo de la misma región de la Siberia oriental, superan los -60º. Y es que en esta vasta y remota tierra, colindante con el Círculo Polar Ártico, se registran las temperaturas más bajas del planeta en zonas habitadas, tal y como ha salido a la luz en un reciente estudio. Estos registros, que amilanan a cualquiera, forman parte de la vida cotidiana de una comunidad forjada en la adversidad.

Juan Antonio Olivieri es uno de los pocos mallorquines -quizá puedan contarse con los dedos de una mano- que han experimentado un clima tan hostil. Lo hizo en 2010, durante su periplo en bicicleta a través de la denominada ‘Carretera de los huesos’, una pista helada que enlaza los antiguos campos de concentración rusos. «La construyeron los prisioneros en unas condiciones durísimas, muchos morían y eran enterrados allí mismo», puntualiza este viajero entusiasta, hollador de cimas. Su reto iba más en serio que un infarto, pero, para su desgracia, los astros se alinearon en su contra y tuvo que abandonar, aunque tiene claro que más temprano que tarde «volveré a intentarlo».

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En lugares como Yakutsk y Oymyakon el mercurio se desploma como la manzana sobre la cabeza de Newton. «Empiezas a rodar de buena mañana a -25º, y en un rato estás a temperaturas de -50º», explica el aventurero, a quien una circunstancia, en apariencia banal, sentenció su periplo ruso. «La segunda noche me detuve en una parada de camiones y me invitaron a dormir en la cabina. Dejan el motor encendido para mantener la calefacción. Dentro estábamos a 30º y fuera a unos -50º. A la mañana, al iniciar la ruta, ese contraste tan bestia me machacó. Cuando acabé la jornada, a la hora de montar la tienda, estaba psicológicamente muy tocado», confiesa. Supo entonces que sus cartas estaban echadas. Para agravar la situación, la regulación del sudor «me estaba matando». «Mientras ruedas vas bien, pero en cuanto te detienes el sudor se congela ipso facto, y cuando la ropa está congelada no vuelves a entrar en calor, rodar así es complicadísimo». Para más inri, escogió la época más fría, con apenas cuatro horas de luz diurna. «No me quedaba otra, en invierno puedes circular en bicicleta, en otra época el barro que se acumula en las carreteras las hace impracticables». El peaje que debía pagar era insostenible. «Llevas cuatro capas de ropa y cuatro guantes, si se te desata un cordón atarlo es misión imposible. No puedes quitarte los guantes porque se te congelarían los dedos en cuestión de segundos». Al final, de los tres mil quinientos kilómetros que planeaba rodar tan solo pudo completar «trescientos y pico».

Lujo

En Yakutsk y Oymyakon los abrigos de visón no son un lujo sino parte del paisaje urbano. Lo que aquí refleja estatus social, en la remota Siberia resulta un elemento indispensble para la supervivencia. «Las pieles se usan hasta en el calzado», ya que en lo más crudo del invierno lo único que mantiene los pies calientes son las ‘unty’, botas de caña alta fabricadas con piel de reno, el animal típico de esas latitudes. Los nativos están tan acostumbrados a esta vida extrema que, aunque se suspendan las clases escolares cuando el termómetro alcanza los -45ºC, el resto prosigue con sus menesteres cotidianos como si tal cosa. Lo más arduo no es el clima hostil, sino «las pocas horas de luz», sobre todo entre los meses de diciembre y febrero, cuando una densa neblina se deposita sobre el estado anímico de la gente. «El ambiente en las calles es muy melancólico, y aunque por la calle apenas ves gente, cuando te encuentras a alguien suelen ser gente hospitalaria. No al nivel de los países asiáticos u africanos, pero sí que se ofrecen a ayudarte en lo posible. En su situación, son conscientes de que o se ayudan los unos a los otros o es imposible subsistir». La vida social, indica Olivieri, «no es muy intensa». Como en Alaska, muchos tratan de combatir el desaliento con vodka. «Hay alguna panadería, cafeterías y colmado que cubre las necesidades básicas, pero no verás a nadie hablando en la calle más de dos minutos». Por contra, el transporte público funciona bien, las paradas están, naturalmente, calefactadas. «Allí la gente se recupera en los días más fríos».

En el caso de Yakutsk, además de registrar temperaturas de récord, también es la ciudad más grande del mundo construida sobre permafrost. Una enorme capa de hielo permanente que no llega a descongelarse en el corto verano siberiano. «Eso agrava la sensación de decrepitud, porque los edificios están asentados sobre pilares y como el permafrost se mueve ves muchas casas inclinadas o torcidas».