Cantarellas, entre cientos de libros de temáticas diversas, enciclopedias, libros de texto de los años 50 y discos, en un rincón de la librería.

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Antes de comenzar la charla con el librero, curioseamos en la entradilla de El Bazar del Libro. Un batiburrillo de objetos de diversa procedencia logra fascinarnos: juguetes antiguos, novelas, el manual del niño educado, tabaco antiguo de liar, publicidad de los años 50, etc… Frecuentemente visitábamos este tipo de librerías y aún nos siguen fascinando. Hasta hace poco eran tres las librerías de viejo de Palma: la librería Ripoll, en la calle San Miquel; Paper i Plom, de Armando Ordinas, en el carrer Argentaria, y El Bazar del libro, en Santa Eulària. Hoy, Juan Antonio Cantarellas es el único librero que abre las puertas de un extraordinario mundo donde se agolpan recuerdos de la infancia, ediciones raras o agotadas, mapas antiguos, facturas de comercios locales, vinilos, tebeos, postales y juguetes. Cada objeto tiene un comprador. «Comencé coleccionando sellos a los 10 años y, ahora, facturas de los años 30 y 40. El cliente busca libros descatalogados, libros de temáticas varias, rarezas, objetos de colección o revistas en la que salga su ídolo».

Una aventura

Antonio Llabrés, antiguo propietario de El Bazar, abrió este comercio en 1978. Antes fue Confecciones Segura, fundada en 1920. «Tuvimos que reformar la original instalación eléctrica. Un ebanista realizó librerías y expositores. El librero Ripoll me cedió su mesa de mapas y la vitrina es un mueble bombonera que estaba enterrado entre libros y revistas. La pianola New York 1890 no la vendería jamás ni los muebles de Confecciones Segura, que son patrimonio sentimental, el origen de este negocio». Esta librería nació «como una aventura». El economista J.A. Cantarellas y su esposa, Cati Bauzá, que por entonces se dedicaba a la crianza de sus tres hijas, la visitaron para comprar un horario laboral de 60 horas, del año 73, y alguna factura curiosa. Salieron con lo hallado entre montañas de documentos, y con una interesante propuesta: comprar el local y seguir con el negocio de lance. «A mí siempre me han gustado las cosas peculiares y a Cati le apenaba que sus padres tirasen lo que ya no se usaba. Nos encantaba recorrer rastros y ahora nos movemos entre objetos singulares». Tan singulares como esas fotografías anónimas que nos inquietan. Algún heredero vació su casa de las pertenencias de su testador y vendió patrimonio sentimental de poco valor. Hoy vemos a un anciano en un geriátrico, a una niña vestida de comunión y giramos la vista. «En un contenedor de basura cercano, encontramos unas fotografías de la boda de una señora muy relevante en la sociedad mallorquina. Se las entregamos pero su enfado con un familiar fue mayúsculo. Con la COVID-19 hemos aumentado nuestra oferta. Mucha gente nos pide que les ayudemos a vaciar la casa heredada».

Cati y Juan Antonio se mueven entre manifestaciones impresas de épocas dispares, un mundo de papel y objetos ajeno a los vaivenes del tiempo. Enseres que alguien encontrará con la satisfacción de tener un tesoro, capturado entre el maremagnum de vestigios, como un trofeo en un anaquel.