Sebastián Pons rompe su silencio y relata su intensa relación con el genial diseñador británico en el décimo aniversario de su muerte.

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Becado por el Instituto Balear de diseño en 1991, el creador mallorquín Sebastian Pons (S’Alquería Blanca 1972), al que le gusta que pronuncien su nombre con acento británico, tuvo la oportunidad de estudiar en la prestigiosa Saint Martin’s, donde la casualidad quiso que se encontrara —en la cantina—, con el diseñador Alexander McQueen, que en esa época estaba en los inicios de su carrera como diseñador de su propia marca. Años después, el destino volvió a unirlos y durante mucho tiempo el mallorquín se convirtió en su persona de máxima confianza, en una especie de alter ego en el taller, en su paso por Givenchy y también en la vida privada. Gracias a Sebastian Pons, McQueen se enamoró de Mallorca, donde compró casa y paso algunos de los momentos más felices de su vida.

Sebastián desmiente rotundamente que estuvieran enamorados en algún momento de sus vidas, aunque afirma que era tal la confianza que se tenían que en esos tiempos ya lejanos pero históricos de la moda que Pons tenía hasta la tarjeta de crédito personal del creador y permiso para falsificar su firma si era necesario. En esta entrevista, y cuando se cumple el décimo aniversario de la muerte de su amigo y maestro, habla por primera vez.

¿Cómo fue trabajar con Alexander McQueen?

—Muy duro, muy interesante, intenso en grado máximo. Aguanté gracias a mi madre que me decía que tuviera paciencia y aguantara porque los inicios no fueron nada fáciles. Tuve que morderme la lengua en multitud de ocasiones pero aprendí a saberlo llevar, entendí que sus momentos críticos en los que perdía los estribos debido a la presión que sufría tenían un porqué y supe ver que había un McQueen bueno y tierno, con el que conecté enseguida. Me decía a menudo que yo era el único que le entendía, pero el secreto estaba en callar y aprender de él. Todo eso se lo debo a mi madre.

¿Cómo era su relación?

—Nunca le dí mi opinión sobre nada hasta que él me la pidió. Callé, que es algo muy mallorquín, algo que nos enseñan desde niños. Un día me preguntó que por qué motivo no opinaba nunca, y le contesté que porque nunca había pedido mi opinión y porque respetaba su trabajo. Este gesto creo que le encantó. Nos habíamos conocido en la Saint Martin’s, donde yo estudiaba la carrera y él hacía su último año del máster de moda. Un día coincidimos en la cantina y nos pusimos a hablar. Me invitó a que subiera a ver sus trabajos y allí me pidió ayuda para su colección final. Después de su graduación, desapareció del mapa.

¿Cómo se reencontraron?

—En esa época era difícil reencontrar a alguien, no había redes sociales, la gente aparecía y desaparecía de verdad. Tras unos años, en el 95 un día ví su imagen en una revista y le reconocí. En el artículo decían que había comenzado con su propia marca tras haber trabajado con Romeo Gigli en Italia. Les busqué, le encontré súper cambiado por cierto. Yo estaba presentando mi proyecto de final de carrera y vino a verlo a la escuela. La gente flipaba, pero ese día ya me pidió que fuera a verlo a su taller. Me pidió que comisionara unos estampados para su nueva colección, pero también me pidió por mis planes futuros, que pasaban por unas vacaciones en familia. Estaba buscando trabajo. Él me dijo que quería unos estampados sobre la escena de un crimen, había pensando en las huellas dactilares, en los tejidos manoseados tras un asesinato. Quería hacer unas chaquetas, él lo plasmaba sobre la sastrería, que a simple vista parezcan normales pero que con la luz ultravioleta se vieran manotazos y huellas. Era un mensaje subliminal bestial. Me pase el verano haciendo pruebas, todo perverso, pero regresé con la carpeta llena de estampados.

¿Su relación fue solo profesional?

—Es algo que me preguntan siempre y quiero que quede claro que nunca hubo nada entre nosotros más allá de la admiración por el trabajo y la amistad. Él era muy tímido e inseguro, tenía complejos de feo, gordo y de clase pues era de familia humilde. Fue un niño que sufrió abusos sexuales y su relación con el sexo era especial. Creo que de mí le gustó mi personalidad, y por supuesto, mi trabajo. Lo bonito es que ahora, cuando abro un libro, veo que mi nombre aparece siempre vinculado al suyo, fueron cinco años de una intensidad y creatividad bestial.

¿Cómo era su personalidad real, cómo era cuando se divertía?

—Le gustaba estar en petit comité, hacer el loco, ponerse unos tacones y soltar pluma, cosa que jamás haría en público. No le gustaba la exhibición de su sexualidad, era una persona que sabía estar, y hacía bien actuando de esta manera. Conocí a su madre, con la que tenía un vínculo muy especial. Un día me llevó a su casa, un piso de protección oficial donde había vivido con sus padres y sus cinco hermanos. Como no había sitio, le hicieron su dormitorio en el hueco de la escalera, donde se guardaban las escobas. Recuerdo que me lo enseño y las paredes de papel pintado estaban llenas de dibujos de vestidos de cuando Alexander era un niño. Su madre, como en mi caso, fue la que alentó la pasión de su hijo por la moda, la que le mando a trabajar a las sastrerías de Savile Road para que aprendiera la técnica de la sastrería clásica.

¿Qué le parece el Megxit?

—Creo que Megan no ha estado a la altura de lo que se esperaba de ella. Diana se habría llevado un gran disgusto por la separación de los dos hermanos. Quería que se ayudaran mútuamente y se lo dejó escrito. La princesa era un ser de luz, poco habladora pero con una personalidad arrolladora, una princesa con un aura especial. La muerte de Diana supuso un antes y un después. Murió delante de Givenchy, que es donde trabajábamos entonces. Desde la ventana veía el Pont d’Alma y se me rompía el corazón. Llevamos flores a Buckhigam Palace con una tristeza infinita.

¿Quiénes eran sus referentes en moda?

— Yves Saint Laurent, el más moderno de todos, el que salvó la alta costura. Puso la moda de la calle sobre la pasarela, al igual que el arte. El sabia porque Yves había triunfado y como había creado un imperio con Pierre Bergé. El me decía, «yo quiero hacerme un nombre igual de grande y se que lo que tengo que hacer, crearme unos códigos estéticos y estar en contacto con los nuevos artistas, con la música, en las artes escénicas». Se hizo un plano en su cabeza e inventó eso de jugar con la parte oscura que en la sociedad de entonces no encajaba.

¿Increíble, verdad?

— Recuerdo que me dijo que un diseñador joven no tenía que trabajar con tejidos caros sino que había que conseguir hacer de lo vulgar algo exquisito. El sabía donde se vendía cada uno de los encajes, y cual era el más barato y mejor funcionaba. Debajo de su mesa había tesoros que salían cuando era necesario como por arte de magia. El quería mostrar su talento y sabía como hacerlo. No tenía miedo.

¿Cuántas horas trabajaban a diario?

—Yo entraba a las nueve de la mañana y salía a las doce de la noche a diario. Y en épocas de desfiles ni dormíamos. Mcqueen sabia delegar muy bien, no es que tuviera una capacidad de trabajo extraordinaria. Era muy listo. Sabia que sus ideas eran buenas pero que se tenían que mezclar con otras. Se sabía rodear de gente buena. Katy England su estilista y sucesora, Isabella Blow su mentora, le ayudaron mucho. No tenía el ego de los grandes. Un día me dijo en Givenchy, esto lo haces tú y me paso el maniquí. Nunca olvidaré ese momento de examen y de enorme responsabilidad. Al final me convertí en su mano derecha e izquierda, menos en lo económico. Me llevaba a cenar con Tim Burton, Elton John, con David Bowie, con la princesa Diana... Con todos.

¿Por qué se rompió su relación?

—Yo siempre estuve de su lado, aportando lo que hiciera falta, el día de los desfiles el que brillaba obviamente era el, pero yo sabía que mi alma estaba ahí, que aquella magia en gran parte también la había conseguido yo. Eso me satisfacía enormemente, y Alexander valoraba mi trabajo y mi opinión en todo momento. Eso me gustaba de el, sabía delegar. No como Miguel Adrover con el que trabajé después. Con Adrover la relación era muy complicada. Eran el día y la noche. McQueen era un profesional que sabía que necesitaba a un equipo de gente que comulgara con sus ideas y en el que pudiera delegar.