Pilar de Borbón era una asidua de los mercados de Palma. | Julián Aguirre

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La infanta doña Pilar ha fallecido con un deseo incumplido que no era otro que poder regresar a su casa de Mallorca el mes de febrero próximo para esperar en la Isla que tanto quería la explosión de los almendros en flor, preludio de las primaveras y los veranos que la Señora tanto disfrutaba. Así se lo confesó hace solo unos días a una de sus mejores amigas, casi una hermana, la mecenas y artista Mayte Spinola, que además de compañera inseparable fue uno de sus grandes apoyos durante toda su vida.

Mayte ha vivido los últimos meses de vida de la Infanta muy cerca de ella pero su amistad se remonta a muchos años atrás, cuando ambas eran todavía unas adolescentes disfrutonas y en cierto modo rebeldes aunque conscientes de quien era cada una. Ejemplo de ello es que Mayte se refiere siempre a Doña Pilar en tercera persona y jamás le apea el tratamiento de Señora, ni en la intimidad más íntima, la de los secretos tantas veces compartidos. En Mallorca hablar de una es también hablar de la otra pues juntas venían a pasar los inviernos en sus casas de Sol de Mallorca, la urbanización construida por los Barreiros y donde Doña Pilar acabó comprando casa animada por su amiga tras la sentencia que obligó a la familia Gómez-Acebo y Borbón a tirar la suya de Porto Pí, una encantadora casa de pescadores que los duques de Badajoz habían comprado con toda la ilusión del mundo, situada sobre una pequeña loma, rodeada de edificios altísimos y justo enfrente de la base naval de Porto Pí donde entonces amarraba el Fortuna de su el hermano el Rey.

Don Juan Carlos y Doña Sofía disfrutaban de su yate veloz, en cambio los Badajoz, que es como se les conocía entonces, preferían un barco mucho más modesto y marinero, un típico llaüt mallorquín de poca eslora aunque bellísimo en sus hechuras que el duque había bautizado con el cariñoso apelativo con el que llamaba a su esposa. El «Doña Pi» se convirtió en mítico a finales de los ochenta y primeros noventa, hasta la muerte de don Luis Gómez-Acebo y el luto y reorganización que se impuso en la casa. Doña Pilar y sus hijos nunca olvidaron al duque, ni sus andares tan característicos, ni el orgullo con el que acompañó a su hija Simoneta al altar en la Catedral de Mallorca el 12 de septiembre de 1990, vestido con el Uniforme de Maestrante y un porte tan distinguido que ni lo avanzado de su enfermedad pudo minar. Simoneta apareció radiante vestida por Dior y luciendo la misma diadema con la que se había casado su madre en los Jerónimos de Lisboa un cinco de mayo de 1967. Una diadema heredada por doña María de la reina María Cristina de Austria conocida como la Rusa y que hoy pertenece a la reina Letizia.

Doña Pilar había preparado la boda de su única hija en Mallorca con enorme ilusión y sin dejar nada al azar. Fue la primera gran boda de un miembro de la familia directa del rey tras la restauración y las expectativas eran altísimas. El hecho de que se eligiera Mallorca como escenario fue solo un gesto más de amor a la Isla donde la familia ha sido siempre tan feliz. Simoneta se caso en la Catedral ante los Reyes de España, la familia real en pleno, incluidos sus abuelos los Condes de Barcelona y muchos representantes de casas reales y de la alta nobleza europea y mundial.

PALMA - DOÑA PILAR DE BORBON COMPRANDO EN EL MERCADO DE SANTA CATALINA.

La fiesta se celebró en el Pueblo Español bajo guirnaldas de olivo y con la música y los bailes típicos del folklore mallorquín alegrando la noche. Pocos meses después comenzó uno de los procesos mas oscuros en la vida de la familia de los Badajoz cuando su vecino interpuso una demanda contra las obras que los duques habían hecho en su casa de Palma, algo inaudito pues lo único que habían hecho había sido mejorar los techos de la casa subiéndolos unos centímetros para poder ocupar las buhardillas. Pese a que lo intentaron los Badajoz no pudieron conservar las obras de su casa y en vez de tirar esos centímetros de pared a los que la ley les obligaba en la sentencia para devolver la visión a un ventanuco del vecino, excusa de la demanda, la familia optó por tirar la propiedad entera ante los ojos incrédulos de Juan Gómez-Acebo, ya vizconde de la Torre que acudió a contemplar la escena acompañado por su cuñado José Miguel Fernandez-Sastrón.

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En esa época muchos mallorquines pensamos que la familia no volvería a poner un pie en la Isla pues se habían quedado sin casa, habían vendido el solar al vecino denunciante que en el mismo lugar construyó un horrendo y altísimo bloque de apartamentos de color rosa sin que nadie levantara la voz ni se volviera a hablar del ventanuco. Ese fue un momento de inflexión entre Doña Pilar, sus hijos y Mallorca aunque la rápida intervención de Mayte Spinola evitó lo que para doña Pilar habría supuesto una gran tristeza pues la animó a seguir con su relación con la Isla, a no abandonar su paraíso, a retomar la normalidad en otro domicilio, un poco más grande y preparado aunque sin lujos de ningún tipo para poder acoger a toda la familia que además iba creciendo y más que lo iba a hacer en los años venideros.

Para la infanta Pilar su familia lo era todo, era como su propio nombre indica el pilar de esa tribu que son los Gómez-Acebo y Borbón, siempre unidos y dando la bienvenida a los nuevos miembros de la familia con una única máxima, la discreción absoluta. Incluso cuando llegaron los divorcios los ex siguieron teniendo abiertas las puertas de la casa mallorquina de Doña Pilar, una casa donde disfrutaba haciendo lo que hacen todas sus vecinas. Visitas a las amigas mallorquinas en sus casas, paseos en barca, almuerzos informales y cenas de veranos elegantes aunque distendidas bajo los pinos y a la luz de las velas, con el salitre del mar acariciando los rostros de hombres y mujeres que por unos días abandonan sus responsabilidades y para los que era un honor tener a la hermana mayor del Rey como invitada.

En algunas ocasiones sacaba a pasear su carácter endiablado, algo que formaba parte de su encanto, algo que hoy nadie pone en duda. A la Infanta le encantaba ir a los mercados de Palma y elegir ella misma los mejores productos para que en su mesa se comiera solo lo mejor de lo mejor. Era el único «lujo que se permitía», aunque detestaba esta palabra. Los vinos que se servían solían ser regalos de cumpleaños del Rey Juan Carlos. Bebía solo una copita y antes de sentarse ante la televisión para disfrutar con el programa de Jordi Hurtado fumaba con placer un cigarrillo, justo después de los postres, generalmente helados variados de Ca’n Miquel, una heladería muy popular y prestigiosa de Palma donde se la conocía y trataba con el máximo cariño.

Todos los comerciantes de Palma, los de toda la vida, han querido a la infanta, a casi todos les conocía por su nombre. Trataba a todos por igual, fuera duque o pescadero y eso que Doña Pilar nunca apeaba el tratamiento que le correspondía, a nadie y menos a los que debían saber cómo se besa la mano de una Infanta de España, pero tampoco exigía un trato especial. Es más, en los últimos tiempos pedía que no le hicieran reverencias pues sabía que había muchos contrarios a este gesto tradicional y la Señora no quería líos con los que no entendían ni querían entender el ceremonial y la tradición en la que había nacido como princesa real y primogénita de los príncipes de Asturias.

Le gustaba recibir en su casa para almuerzos tardíos bajo la pérgola, con tertulias agradabilísimas donde mostraba su vasta cultura y hacia gala de un enorme sentido del humor. En algún momento se le escapaba un gesto de humanidad desbordada como cuando recordó para mí cómo Don Juan, tras la muerte de Don Alfonsito, que había dejado a toda la familia devastada, en las Navidades que la siguieron se plantó en el salón de Villa Giralda con un pino sobre sus hombros y el rostro inundado de lágrimas instando a todos a decorar el árbol de Navidad, porque era la tradición familiar y había que continuarla. El primer árbol de Navidad se había puesto en el Palacio de Oriente, encargado por su abuela, la reina Victoria Eugenia, y eso lo tenían muy a gala. Después se popularizó en toda España. Cuando uno miraba detenidamente y de cerca a Doña Pilar veía en su rostro gestos de esa reina inglesa de piel perfecta y clara, pero también era inconfundible ver en ella los rasgos de Don Juan y Doña María, padres a los que adoraba y ayudaba como una hija devota.

Lo mismo ha hecho con Don Juan Carlos y Doña Sofía hasta el último suspiro, luchando para que siguieran unidos como hacen de toda la vida las hermanas mayores cuando intuyen el desastre. Quizás lo que nadie sepa todavía es que cuando el artista gitano José Luis Mesas fue recibido por el Papa en Roma iba con un encargo muy especial de la Infanta, encargo que le había hecho a su amiga Mayte Spinola, presente en el Vaticano. Cuando Mayte le dijo que le iba a pedir al Papa que rezara por su salud, Papa que doña Pilar por cierto consideraba providencial, le contestó que gracias pero no, que pidiera no por ella, que ya sabía que se iba de este mundo, que lo hiciera por España que era por la que sentía preocupación y un amor infinito. Doña Pilar se fue rezando por España y deseando venir a Mallorca una vez más, en febrero, como todos los años. No ha podido ser. Descanse en Paz querida Señora, le echaremos de menos.