Enrique de Orleans y Micaela, en su casa de Pollença. | Esteban Mercer

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La muerte del conde de París, Henri VII para los monárquicos, conmocionó a los más de 500 franceses que este lunes le esperaban para que presidiera junto a su esposa, Micaela, el funeral en memoria de Louis XVI guillotinado hace 226 años.

Monseñor, que así le llamábamos los que le tratamos con asiduidad, auspiciaba esta misa desde hacía muchos años. Servía para recordar los lazos que unían a los Borbón con los Orleans, que como el mismo no paraba de repetir, en ocasiones hasta el enfado, son la misma familia. No aceptaba que Luis Alfonso de Borbón se titulara Duque de Anjou ni creía en sus derechos históricos sobre la corona francesa puesto que Felipe V al reinar en España había renunciado a ellos con lo que la rama española quedaba totalmente excluida. Para demostrar esa disconformidad histórica, que no personal, nombró a su sobrino Carlos Felipe de Orleans Duque de Anjou con motivo de su boda con la duquesa Diana de Cadaval, la ultima gran ceremonia familiar a la que asistió en Portugal y donde fue tratado por todos como el rey que sentía ser. No siempre había sido así.

Los Orleans descienden de una rama menor de los Borbón nacida del tronco que germinó el famoso Monsieur, hermano menor de Louis XIV y continuó Felipe Igualdad, que llegó a convertirse en el primer Rey de los Franceses, el abuelo de la romántica Reina Mercedes de España, esposa de Alfonso XII. Los Orleans, de los que descendía la condesa de Barcelona como nieta de los condes de París, llegaron al poder gracias en parte a su inmensa fortuna, conservada y aumentada tras la revolución que decapitó a los Borbones y que ellos alentaron, y también gracias a una política matrimonial implacable que les hizo emparentar con todas las familias europeas y que se mantuvo inalterada con los hijos del anterior conde de París y su esposa Isabelle d’Orleans Bragança, nacida princesa del Brasil, que solo aceptaban matrimonios en el seno de otras familias reales o familias de la altísima nobleza europea.

Ese sentimiento de clase fue el que destruyó los lazos que unían a Henri con su familia tras su boda con Micaela Cousiño Quiñones de León, chilena aunque hija de una Grande de España, la marquesa de San Carlos

Henri, que había nacido en Bélgica durante el exilio de los Orleans, fue el primer varón de los Paris, padres de otros 14 hijos. Se crió en Pamplona donde presumía había aprendido español y a correr ante los toros bravos siendo un niño, vivió en Portugal donde los Paris tenían casa muy cerca de los hijos de Don Juan, los príncipes de Italia, los de Bulgaria, Rumania y Portugal. Participó en el famoso crucero Agamenon organizado por su madre y la reina Federica de Grecia para que todas las familias reales europeas se reencontraran tras la segunda guerra mundial y durante la travesía se enamoró como todos los otros príncipes adolescentes de las princesas suecas, mucho más liberadas que el resto. Ingresó en el ejército francés , participó en la guerra de Argel donde llegó a ser condecorado e incluso creyó que un día sería Rey de Francia alentado por el General De Gaulle, que era monárquico convencido.

Se casó con la princesa María Teresa de Wurtenberg en un matrimonio que convenía a todos y que fue uno de los grandes acontecimientos de la realeza de los años cincuenta. Henri, según me contó, era un príncipe que hacía lo que le mandaban en todo momento. Sentía una profunda admiración por su padre, un hombre de mítica elegancia, y devoción por su madre, el colmo del refinamiento royal, pero siempre echó en falta su cariño verdadero. Lo cierto es que le hicieron creer, presidentes de la república francesa incluidos, que un día sería rey, pero cuando el sueño se vino abajo y la inmensa fortuna familiar de los Paris comenzó a desaparecer en las mesas de los casinos, Henri, que desde su matrimonio ostentaba el titulo de conde de Clermont, cayó en una profunda depresión de la que salió gracias a la ayuda de Micaela, a la que conoció tras una entrevista y de la que contaba se enamoró al instante.

Sin dudarlo pidió el divorcio de María Teresa que se convirtió en la duquesa de Montpensier, su padre le apartó de la línea de sucesión y le rebajó el tratamiento, la asignación mensual despareció de repente y la sociedad europea que le recibía con reverencias hasta el suelo le dio repentinamente la espalda de forma ostentosa. En 1984 se casó con Micaela en una ceremonia civil en Burdeos que la convirtió en princesa de Joinville, aunque nunca fue aceptada por la familia que no la consideraba digna de ocupar un puesto tan relevante en la Casa. Su carácter rebelde tampoco ayudaba. Su siguiente objetivo fue conseguir la anulación del matrimonio católico apelando al Papa de Roma, anulación que finalmente llegó en 2008. Los condes de París se casaron en una ceremonia religiosa celebrada en el País Vasco francés y a ella acudió únicamente su cuñada la princesa Beatriz de Orleans.

Micaela, madre de un hijo, Alexis, se había casado en los sesenta con el señor Boeuf, un intelectual francés del que se había divorciado al poco tiempo. Amaba la música con pasión, la literatura y trabajaba en la radio. Potenciaba la idea de que un aristócrata ha de ser excéntrico por naturaleza o no es y se ufanaba de haber sido mimada por el príncipe Yusupov, el asesino de Rasputín, que durante toda su infancia la cobijó en sus rodillas. Era sobrina del embajador Quiñones de León, el hombre de Alfonso XIII en París, y aseguraba descender de los reyes leoneses. Henri y Micaela dedicaban muchas horas y energías al estudio de sus antepasados como si quisieran demostrarse que de verdad pertenecían a las familias en las que se habían criado.

En los ochenta y noventa nada en su estilo de vida mostraba una descendencia real, salvo ellos mismos que no olvidaban nunca quienes eran y exigían a los que sabían hacerlo el trato que les correspondía. Inclinación de cabeza para Monseñor y reverencia para Madame. El dinero escaseaba, mucho, tanto que en ocasiones lo pedían prestado a sus conocidos para poder comer, pero siempre lo devolvían acompañado de un regalo. La familia salvo algunas excepciones no estaba por la labor de ayudar a la pareja de rebeldes en que se habían convertido. Los hijos de Henri, dos de ellos incapacitados desde su nacimiento y los otros muy conservadores, se pusieron claramente del lado de la madre, y Jean, hoy Jefe de la Casa Real de Francia, pasó a ser el protegido de su abuelo hasta la muerte de este en 1999. Las relaciones con su padre siempre fueron difíciles aunque es bien seguro que se querían y Henri se alegró muchísimo por su boda con Filomena de Tornos celebrada por todo lo alto.

Los Orleans, que también se hacían llamar Duques de Francia, habían descubierto a principio de los años ochenta una casa de aperos en ruinas en el campo de Pollença, en Mallorca. Llegaron a un acuerdo con sus propietarios para restaurarla a su gusto a cambio de poder habitarla los años que la necesitaran. Henri y Micaela convirtieron esa casa minúscula y pobre en su Versalles particular. Encalaron muros exteriores, llenaron de colores vivos las salitas del interior que llenaron de muebles históricos mezclados con cerámicas de inspiración arabesca. En la entrada destacaba una enorme fotografía de Alfonso XIII, en la salita de la chimenea un teatro de cartón y pegada a la mesa de comedor un sillón trono en el que solo se sentaba el príncipe. El palacio estaba en el jardín, pequeño pero cuidadísimo, y lleno de arboles frutales que la pareja había pedido como regalo con motivo de su boda civil entre los que destacaba un guión con las flores de Lys que anunciaba la presencia de Sus Majestades en la Casa.

Henri, tras la muerte de su padre, rechazaba el tratamiento de Alteza Real que le correspondía por nacimiento y asumía el de rey de Francia, de jure. Monseñor, que asi le tratábamos los que le veíamos con asiduidad durante deliciosos veranos y fríos inviernos calentados al fuego de una minúscula chimenea y una estufa catalítica. Se levantaba al amanecer y se dirigía a su estudio de pintura del jardín donde desarrollaba su otra pasión además de la escritura. Expuso acuarelas y las vendió todas, lo que le sirvió de sustento, escribió artículos políticos y libros delicados que le ayudaron a sobrevivir y a defender su figura. A las diez de la mañana descorchaba una botella de vino tinto y atendía la correspondencia y las visitas, y esperaba la aparición de la princesa Micaela, que nunca se levantaba antes del mediodía.

En Pollença era un anfitrión espléndido, cocinero vocacional con pasión por el gazpacho, ecologista convencido y europeísta hasta la médula. Le gustaban las fiestas a las que siempre iba vestido con estilo indio con fajín aristocrático. No era recibido en Marivent pero todos los años acudía a cenar a la casa de Formentor de Liliane Bettencourt , la propietaria de L’Oreal, que le recibía con una reverencia hasta el suelo.

En esos veranos deliciosos en los que les recibían y cuidaban la élite local -los Périer, Anne d’Ormesson, los De Villalonga Morell, los marqueses de casa Desbrull- el conde de Paris adoraba bailar, sacar instrumentos exóticos de música y tocar para todos mientras la princesa contaba historias sin fin. Una de las más divertidas y que demuestra su carácter cuenta que cuando fue recibida por su suegra esta le dijo que nunca le dejaría las joyas de Francia, una diadema que había pertenecido a la esposa de Luis Felipe, el íltimo rey de Francia. Que antes prefería dárselas al museo del Louvre, como finalmente sucedió. Micaela contestó que para ir en Metro no necesitaba corona y que si un día la necesitaba sería instalándose como reina en el Palacio del Elíseo y que la pediría prestada con mucho gusto.

Acabo no sin recordar lo felices que se mostraron los Paris con la boda civil de Carlos y Camila de Inglaterra bendecidos incluso por la reina Isabel II, y más todavía con el anuncio del compromiso del príncipe de Asturias con una periodista, divorciada y proveniente de la clase media baja. Una cosa más, en su presencia Henri no toleraba, jamás, crítica ninguna a sus primos los Reyes de España, les defendía y apoyaba como una obligación más aliada a su nacimiento. Sin duda ha muerto un ser excepcional, de otro planeta, un artista genial encorsetado por un destino que acabó dominando gracias a su valentía, rebelándose contra todos. El tiempo finalmente le dio la razón, ese fue su mayor triunfo y su mayor legado.

Pese a todo siempre defendió a su padre de sus fechorías tanto con el dinero como con los hijos y hasta con su esposa Isabelle, a la que dejó también en la ruina haciendo heredera a su criada. Todo se lo echó a la espalda, como hacen los príncipes de cuna y el conde de Paris se imponía siempre por encima de la persona sensible que era.