Juan March Cencillo. | ARCHIVO

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Hace ya treinta años que murió Juan March Cencillo, nieto del célebre financiero, que convirtió Son Galcerán en lo que llegó a ser a finales del siglo XX: una finca que hundía sus raíces en la cultura, la historia, la veneración hacia todo lo que significara belleza y grandeza y, sobre todo, un profundo amor a Mallorca. Si levantara la cabeza, seguramente volvería a esconderla, horrorizado ante el destino que ha sufrido la que fue su casa mallorquina y, mucho antes que él, del archiduque Luis Salvador de Austria, primo de la emperatriz Sissí, que la compró por 35.000 pesetas en 1875, aunque apenas la visitó. Ahora se ha vendido por diez millones de euros.

Son Galceran recibe al visitante con el clásico portalón flanqueado por dos columnas con los tradicionales leones dormidos. Un primer signo de ese aire italianizante, elegante y antiguo que confirmaremos poco después y que Juan March respiró durante su etapa estudiantil en Roma. La finca integra varios edificios, en un entorno espléndido, y se asoma al Mediterráneo desde la zona de la piscina, donde se levanta también una antigua torre de vigía. Jardines exquisitamente cuidados, la famosa rosaleda, terrazas, estatuas y el porche que da paso al interior, un delirio de refinamiento. Esta atmósfera la imprimió Juan March a golpe de buen gusto, dinero y bagaje cultural. La casa principal, rosada y con las persianas mallorquinas en azul, mantiene ese aire italiano exquisito desde que se construyó.

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No fue, sin embargo, la casa privada y cerrada donde solo entraban cuatro elegidos. Al contrario, su propietario quiso compartir sus privilegios y su pasión por la poesía, la estética, la cultura y el arte con cuantos desearan disfrutar de su paraíso particular. Fundó las Conversaciones de Son Galcerán, donde reunía a personajes notables del mundo de la cultura y la sociedad e invitaba a amigos, periodistas e interesados en las tertulias, que terminaban por convertirse en recuerdos inolvidables por raros, por exquisitos, como sacados de otro tiempo más reposado, más culto. Se celebraban los jueves del mes de agosto y permitían a los invitados deambular por los jardines, los salones y el porche, donde una enorme pajarera victoriana amplificaba la algarabía reinante, regada con vino blanco.

De aquellas conversaciones nocturnas envueltas en una atmósfera romántica y desinhibida ya no queda nada. La muerte, antes de cumplir 50 años, de su promotor dejó la iniciativa y la casa en suspenso. Heredó su hermano Manolo, que la disfrutó durante unos años, para saldar después en subasta ─setecientos lotes con un valor de unos cuatro millones de euros─ gran parte de los muebles, obras de arte y objetos valiosos que llenaban la residencia. Quedó así despojada de su elegante vestido.

A continuación la puso en venta y se anunció que, por fin, tras diez largos años en el mercado, un matrimonio de millonarios venezolanos la había comprado en 2021. Pero aquella operación inmobiliaria quedó en stand by y hasta un año después, el mes pasado, no ha cristalizado la verdadera venta de la propiedad. De nuevo un matrimonio extranjero que, ojalá, sepa devolverle aquel esplendor que tuvo.