El panadero y repostero Joan Quetglas, en su trabajo. | Lola Olmo

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Joan Quetglas (s’Arenal, 1969), es el jefe de pastelería del Forn de sa Ràpita, un horno abierto en 1986 que, cada domingo, viste como si se tratara de un gran bufé de gala o de las vitrinas de una joyería. Ama esta profesión que le viene por tradición familiar, con padre y abuelo dedicados a la hostelería en los albores del turismo en s’Arenal. Le apasionan hacer ensaimadas, pero también innovar con nuevos pasteles, como sus cruffins, que han viajado a Alemania.

¿De dónde le viene la pasión por el oficio de pastelero?
— El legado del oficio familiar comienza por mi abuelo, Joan Quetglas, de can Goix, nacido en Muro. Él, de muy joven comenzó a trabajar en las canteras de marés, se ganaba la vida como picapedrer de piedras de molinos harineros y de aceite. Rápidamente aprendió que con la harina y el aceite resultantes de las pruebas de las piedra de molino, cuando llegaba a casa, mi abuela, Maria Llabrés, podía hacer galletes d’oli. Vendían aquellas galletas a vecinos y conocidos, y eran también la moneda de cambio para obtener carne, legumbres...

¿Y la segunda generación?
— Mi padre, Antonio, y su hermana melliza, María, nacieron en Establiments, ya con dos hermanas mayores y un hermano que vino más tarde. La familia se fue a vivir a s’Arenal, cerca de Ses Cadenes, junto con más vecinos de Muro, a trabajar en las canteras de marés. Mi abuelo Juan, después del trabajo en la cantera, iba por las tardes a la panadería Sans del Arenal, donde se dedicaba a elaborar galletes d’oli y ensaimadas. Mi padre, a la edad de 8 o 9 años ya le acompañaba, y el abuelo le enseñó a enrollar ensaimadas. Al poco tiempo comenzó a compaginar su trabajo también en la cantera, con las ensaimadas en el horno de Can Gustí, en el Arenal. Justo en frente estaba la sala de fiestas ‘Bacomo’, y en aquella época, muchos artistas y sus representantes iban a comer ensaimadas de madrugada al horno. Un día, el jefe de cocina del hotel Copacabana le ofreció trabajo con el compromiso de que tenía que aprender todo del maestro, lo cual aceptó sin dudarlo. A los pocos años fue segundo de cocina en el hotel Montmatre, y luego chef del hotel Torrente y después del hotel Riutort. Al mediodía tras acabar las clases, yo iba a la cocina a verlo, comía en la mesa de los cocineros y me encantaba escuchar cómo diseñaban los menús.

¿Así germinó el oficio en usted?
— Aquello me despertaba mucha curiosidad y pasaba horas mirando cómo cortaban verdura, cocinaban, elaboraban postres, arreglaban carne, decoraban etc. En casa, junto a mis hermanos, mirábamos los antiguos libros de cocina que había, elegíamos alguna receta de postres y allí que nos liábamos, no sin hacer un desastre. Teníamos un pequeño colmado, y cuando mi padre tenía que elaborar dulces para vender, me llevaba con él y me explicaba cómo lo hacía, una y otra vez, y así lo memorizaba. En aquella época también recuerdo que junto a un socio, fundó Pastelerías Ballester, en las que los fines de semana, por las noches, hasta la madrugada, me llevaba allí, y le ayudaba a colocar los panecillos, barras, el pan que ponía en las llaunes y maderas para que fermentasen, me hacía pesar masas,... ¡disfrutaba!

¿Ha tenido buenos maestros?
— Realicé mis estudios básicos de pastelería en una pequeña escuela que montó el Consell de Mallorca, con fondos europeos, de la que ya salí para empezar de pastelero en Colònia de Sant Jordi. Con esa base, me ilustraba mucho con los libros técnicos que pude comprar y no me perdía ninguna demostración técnica o de cualquier producto que los comerciales me brindasen.
Empecé a viajar en la medida de lo posible y pude conocer y realizar cursos con los mejores de mi oficio: Paco Torreblanca, Oriol Balaguer, Fauchon, Philip Urraca, Pepe Montejano, Morató, José Antonio Arroyo, Jean-François Castagne, y otros tantos, de los cuales tengo un grato recuerdo. De todos aprendí mucho y sigo aprendiendo todavía, en este oficio no se acaba nunca. He sido muy autodidacta.

¿Este oficio es dulce también o por dentro sabe distinto?
— Yo me siento muy orgulloso de haber formado parte del equipo del Hotel Don León durante todos esos años; fuimos galardonados varias veces como uno de los diez mejores hoteles del mundo en categoría cuatro estrellas plus. Actualmente, en el Forn de sa Ràpita, junto a su propietario y gran amigo Pedro Huguet, afronto un nuevo reto profesional, distinto a lo que estaba acostumbrado. De montar bufés grandes, espectaculares y a diario, a elaborar líneas de pastelería tradicional e innovadora para público local.

¿Cuál es el ingrediente del éxito?
— Trabajar rodeado por el mejor equipo que se pueda tener, son grandes profesionales. Y tratar de ofrecer mi mejor versión cada día en el obrador.