Birama y Assane, dos senegaleses que viven en un local subterráneo. | M. À. Cañellas

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Hay muchas Palmas y todas están en esta. Más allá de las mansiones de lujo, de los hoteles boutique, pisos con encanto, barrios en auge... hay otra Palma que no sale en las guías turísticas y que no recomienda ningún influencer glamouroso. Hay un ciudad de catacumbas, ajena a las miradas, bajo tierra. En el Arenal, bajo el nivel del mar, hay agujeros que llaman viviendas. Algunos habitantes de estas viviendas afirman que, después de todo, «no están tan mal».

La infravivienda más extrema se oculta de las miradas incómodas. Es el nido de la precariedad más absoluta, el refugio de los que se escabullen de los alquileres imposibles, de las hipotecas inalcanzables. El olor a humedad golpea la nariz nada más abrir la puerta de estas viviendas, ocultas del sol y el aire fresco. Las puertas precarias a veces son simples paneles de madera que podrían derribarse con un soplido. Y la humedad, protagonista absoluta, carcome las paredes, con manchas negras que trepan insaciables.

Emergencia habitacional en el Arenal
La antigua sala de fiestas está destripada y repleta de materiales de construcción, donde viven Assane y Birama.

Una antigua discoteca, reconvertida en trastero y almacén, se encuentra inmersa en una tercera vida: la vivienda de Birama y Assane, dos senegaleses que diez días antes acababan de contemplar el fallecimiento del tercer inquilino, al que abonaban el alquiler. «Pagamos cada uno 250 euros y llevamos aquí ocho meses», cuentan mientras muestran el interior de la antigua sala de fiestas. Junto sus camas y una mesa con comida se arraciman tablones de madera, parquet a la espera de ser colocado, sacos de cemento abiertos y paneles que algún día se convertirán en paredes que compartimentarán el local diáfano.

Solo tienen dos ventanucos, que proporcionan aire fresco y luz natural, a la altura de la acera. Fuera, en uno de sus alféizares hay una caca de perro y restos de orina. Birama y Assane cuentan que llegaron a un trato con el supuesto antiguo dueño: un precio de alquiler asequible si a cambio iban reforman el local. Hace ocho meses no había parquet sino tierra. No había cuarto de baño, «meábamos en botellas de plástico». Ahora hay un aseo precario con una inmensa mancha negra de moho.

En el suelo, cerca de la mesa del comedor, hay un trozo de madera untada de pegamento. Un ratón agonizante se retuerce, mientras contempla a otro roedor ya muerto. «Hay muchos ratones, a veces atrapamos cuatro o cinco en un día», explican. La muerte del presunto propietario, con el que tenían un contrato verbal y que conocía su gestor, está provocando que otra persona reclame que se vayan del local. «Nosotros hemos pagado el material y el alquiler, no somos okupas», denuncian.

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Mónica Morey vive en una antigua tienda.
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Es habitual en el Arenal más próximo al municipio de Llucmajor encontrarse antiguos bares y discotecas subterráneos convertidos en casas. En el barrio se dice que hay incluso hasta veinte personas metida en una de esas infraviviendas, separadas por paneles para mantener la intimidad. «Hay locales que se venden a trozos y te cobran como si fuese un piso completo. Hasta doce personas se pueden meter en un local», cuenta Mónica Morey, que vive en una antigua tienda. En su caso, es afortunada: vive en la superficie y, después de todo, su casa está limpia y en buenas condiciones. Por ese local sin cédula de habitabilidad y un dormitorio paga 500 euros.

Caminar por esta zona del Arenal requiere de mirar al suelo en busca de puertas bajo tierra. «Los pisos son muy caros, te piden mil euros. Aquí en este local estamos bien, vivimos siete personas», explica un hombre que baja las escaleras para entrar en su vivienda, cuyo alquiler «me subirán seguro. Estoy pagando 500 euros».

Diez, doce escalones hacia abajo y entramos en las catacumbas inmobiliarias con pasillos infinitos, repletos de puertas que esconden pequeños estudios sin ventilación. Una pareja muestra su casa: una pequeña sala donde se agolpan la lavadora, la nevera, el sofá y una tele en el suelo. Para ir al baño tienen que caminar veinte metros y salir a un patio angosto, que remite a tiempos prefranquistas. «Pagamos 550 euros y en junio nos subirán. Pero es que no encontramos nada...», reconocen. Él es pensionista y ella trabaja en la limpieza. Aún con ingresos, no es posible encontrar un techo digno. La escalada inmobiliaria del centro de Palma centrifuga a los más precarios a las afueras de la ciudad, en los límites municipales, los expulsa al subsuelo.

En uno de esos largos pasillos se oye música, una chica canta. Abre la puerta y lleva un bebé en brazos. En un pequeño estudio se agolpan la cocina, el tenderete con ropa tendida, un parque infantil. La casa está limpia, parece que las obras están casi finalizadas. Pero no hay más que una ventana. «Tenemos suerte: mi marido trabaja pero nos pedían un contrato antiguo y es nuevo en su puesto. Y yo estoy cuidando del bebé... Por lo menos aquí no nos han pedido tres nóminas por adelantado», cuenta la joven madre.

Emergencia habitacional en el Arenal

Por ese piso de apenas 50 metros cuadrados con una ventana paga 700 euros al mes. Cuentan en el barrio que hay pisos patera donde se hacinan una docena de cuerpos. Muchos de ellos inmigrantes que buscaban en la Isla una vida más próspera. Algunos se preguntan si tomaron la mejor decisión.