María Barroso, de 101 años, es una de las más veteranas de la residencia. | M. À. Cañellas

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Con mucha pena y lágrimas recibieron este jueves la expectación mediática las religiosas, las trabajadoras y Rosa Aloy, la directora técnica de la residencia de la tercera edad de la calle General Riera, en Palma. El anuncio de que las Hermanitas de los Pobres abandonan el asilo por falta de vocaciones y las dificultades económicas ha supuesto un jarro de agua fría para todos. Los residentes, por suerte, apenas son conscientes de los cambios que se avecinan aunque desde la congregación son tajantes: «Las Hermanas de las Pobres no pasarán la gestión de la residencia a cualquiera».

Sor María Francisca se mostraba ayer contundente y advertía que «lo primero es el bienestar de nuestros residentes y trabajadores». Y los residentes son 69 ancianos con jubilaciones de apenas 400 euros e incluso sin ningún ingreso. En otra residencia la mensualidad rebasaría con creces los 2.500 euros. Desde 1877, las Hermanitas de los Pobres atienden en Palma a los ancianos más desfavorecidos. Ahora su trabajo se verá interrumpido tras el anuncio de que la Congregación abandona la Isla por falta de religiosas. Las cinco monjas que quedan (dos de ellas ya jubiladas) se repartirán en diferentes conventos de toda España. «Estamos tristes. No por nosotras, sino por los abuelos, que están tranquilos. Nosotras, después de todo, estamos acostumbradas a cambiar de casa», dice Sor María Francisca.

La religiosa confesó que ayer por la mañana, tras salir publicada la información en este periódico, «he ido al banco. Una señora se me ha acercado y me ha metido un sobre con dinero en el bolso». Porque las Hermanitas de los Pobres, que no reciben ninguna subvención pública, han ido tirando de las donaciones y ayuda de amigos y donantes. Rosa Aloy, directora técnica de la residencia, se mostraba muy emocionada. «Estamos desbordadas por la cantidad de mensajes que estamos recibiendo de voluntarios, bienhechores y familiares de los residentes», dijo sin poder contener las lágrimas. Por el pasillo apareció Víctor Llano, sentado en una silla de ruedas con sus 101 años a cuestas. Nadie diría que ha sobrepasado el siglo de vida, visto lo animado que está. En su regazo lleva un catálogo de juguetes de Navidad. «Le gustan los dinosaurios», cuenta Aloy.

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Una trabajadora se dirige hacia una de las habitaciones del centro.
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El anciano se muestra dicharachero y bromista. «Me gusta irme a una mesita con revistas y postales», dice Llano, mientras la religiosa bromea: «También quiere escaparse cuando sale de misa». «Sí, a mí me gustaba irme a pescar», responde Llano, que mezcla sus recuerdos más recientes con el pasado. Recitaba chistes y explicó que «fui empleado de la ferretería Grimalt, en la calle Sindicat». A veces le falla la vista y confunde a alguna empleada de la residencia con alguien que conoció en la ferretería.
Solo algunos de los residentes saben de la marcha de la congregación. «A otros, que son muy mayores, no se lo hemos dicho porque se sentirían muy angustiados», explica la monja.

En los pasillos las empleadas siguen con sus tareas diarias aunque a la primera pregunta sobre la desgraciada noticia, todas rompen a llorar. «Llevo aquí 30 años. Estoy muy triste. Como las hermanas no creo que haya nadie. Hemos trabajado muy a gusto», dijo Esther López, que se emociona al hablar.
Lo mismo ocurría con las cuidadoras Margarita y Loli: «Nos gustaría que esto no pasara. Somos una familia. Las religiosas dejan el listón muy alto. El tiempo que les podemos dedicar a los ancianos es muchísimo. Nos quedaremos con ellas hasta el final».

Sor María Francisca junto a Víctor Llano, uno de los residentes más ancianos del asilo. Foto: G.M.

Acogida

«Es la pena que sentimos, por la sociedad mallorquina. ¿Quién acogerá a los pobres?», se preguntaba Rosa Aloy. Los residentes salen de misa y se dirigen al comedor para comer. María Barroso, de 101 años, señaló «soy de Estellencs». Se muestra presumida ante la cámara con sus pendientes y su collar de perlas. Fue modista pero «luego mi marido me cortejó y me fui con él a trabajar a la panadería de Ca sa Camena». Durante años llevaba pan y pasteles para los residentes del asilo de las Hermanitas de los Pobres. «Soy la más buena de aquí, y eso que no hago alarde», presume Barroso, que no sabe que en dos años las Hermanitas de los Pobres ya no estarán allí.

El apunte

Casi siglo y medio de trabajo sacrificado por los ancianos

Las Hermanitas de los Pobres llegaron en el año 1877. Esta congregación religiosa siempre se centró en la atención de las personas mayores con escasos recursos. En los años 40 se trasladaron a la residencia de General Riera, donde continúan, en un edificio construido por el arquitecto Gaspar Bennazar. Desde entonces han acogido a ancianos con dificultades económicas. Su trabajo ha contado con la ayuda inestimable de voluntarios y donantes que han ido proporcionando dinero, comida y material para atender a los residentes.