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La confusión en la que se ha sumido la gestión de la pandemia de coronavirus permite concluir que la única salida que nos queda es la vacuna. Todo lo demás es contradictorio, inconcluyente, variable, y tiene un barniz político que hace sospechar de su contenido electoralista.

La disyuntiva falsa que nos propusieron los gobiernos de España y Europa, allá por marzo y abril, era la siguiente: economía o salud, y optaron por la segunda, como pedía la gente. Era cuando pensaban que esto lo arreglarían en quince días, un mes a lo máximo. Ahora, siete meses más tarde, ya vemos que esto va para largo y que aquí nos va a quedar una factura económica cósmica, de modo que si hoy nos plantearan la misma cuestión, habría muchos que se acordarían de que también hay economía. Pero no se preocupen que ya directamente no nos preguntarán nuestra opinión: deducimos que ahora la economía cuenta porque las medidas que en marzo se adoptaban sin demasiada discusión –cierre de bares y restaurantes, confinamiento domiciliario, suspensión de clases en el sistema educativo, paralización del comercio, cancelación de varias modalidades de transporte– ahora ni se les ocurren. Entonces nos dijeron que eran vitales y hoy miran para otro lado porque hay mucho dinero y votos en juego.

En estos momentos, los gobiernos buscan desesperadamente medidas que cumplan con las siguientes exigencias: que parezcan efectivas y provoquen en el público la impresión de que se está haciendo algo, que no limiten la actividad económica de la que dependen tantos y tantos empleos, y que no exijan gestión porque quienes deberían vigilar su cumplimiento están hoy absolutamente exhaustos, agotados. Si a usted se le ocurre algo así, avise que hasta le darán un premio.

La última idea original, la del toque de queda, se le ocurrió a Emmanuel Macron. Cumple todos los requisitos: limita la paralización de la vida a unas horas en las que, de todas formas, ya no había actividad, manteniendo el grueso del movimiento como si nada, durante las horas del día. Quizás pueda tener algún efecto, en cuyo caso sería fantástico, pero desde luego cumple la exigencia de trasmitir la impresión de que hacemos algo, de que hay alguien al frente, de que estamos en buenas manos.

Los gobiernos, todos, con matices pero sin excepciones, necesitan que sus ciudadanos vean que son útiles, que saben lo que hacen, que tienen ideas claras. Y estas medidas les dan tiempo, hasta que se aplique la única solución para esta peste, que es la vacuna.

Para que valoremos el tremendo caos en esta gestión –cosa que probablemente sea inevitable cada vez que nos enfrentamos a algo totalmente desconocido–, ahora se sabe que el virus se trasmite por vía aerosol. Esto significa que no basta con evitar esas microgotas que pueden dejarse caer de boca y nariz sino que el virus sobrevive en el aire durante un tiempo y que se contagia por esa vía. Esto, como se imaginan, complica las cosas tremendamente y debería cambiar muchas medidas y cautelas, especialmente en lo que hace referencia al uso de las mascarillas.

Pero nuestras autoridades institucionales no están para estas sutilezas. De hecho no nos explican cosas básicas para que los ciudadanos tengamos autonomía y adoptemos decisiones autónomamente. ¿Por cuánto tiempo y en qué superficies se mantiene activo el virus? ¿El papel y el cartón son propicios para ello? ¿Cómo se previene el contagio del virus por vía aerosol? ¿Cuánto tiempo sobrevive en el espacio? Yo, ni siquiera buscando, he conseguido respuestas a estas preguntas.

Hemos sabido de la importancia de la ventilación en los locales cerrados pero aún están por decirnos qué pasa con las calefacciones y aires acondicionados: ¿no son peligrosos aquellos sistemas que recirculan el aire existente sin filtrarlo? ¿Existen medidas posibles para mejorar estas instalaciones? Ni siquiera sabemos con certeza y claridad si el frío o el calor influyen en la difusión del virus.

Aquí nadie apuesta por el enorme poder que tenemos los ciudadanos si, informados de cómo funciona la expansión del virus, actuáramos por nuestra cuenta. ¡Qué más queremos que no contagiarnos! Pero deberíamos conocer cómo funciona este virus. En ese caso, el poder sería nuestro, sabríamos cómo prevenir. En su lugar, nos cuentan el importe de las sanciones o los límites territoriales de nuestra movilidad, como si el virus supiera de fronteras.

Todo responde más a la necesidad ocultar que el emperador está desnudo –preservar el papel de los gobiernos, su autoridad, su liderazgo, su lugar en la sociedad–, antes que a educar a los ciudadanos para que ellos, en su entorno, sean eficaces contra la epidemia.