Manuel Vargas espera que alguien quiera subirse a su galera y dar un paseo por el centro histórico de Palma. Explica que desde que volvieron a las calles, nadie lo ha hecho todavía.

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Los tres se apellidan Vargas. Son de la misma familia: llevan una de las 23 galeras o calesas que tienen licencia de actividad en la ciudad. A éstas, en las calles del centro, hay que añadir las cinco autorizadas para la zona de la Platja de Palma. Manuel, Lucas (sobrino del anterior) y un nieto del primero que no quiere hablar ni dar su nombre, esperan en la parada de la Catedral que alguien contrate su servicio. Cobran entre 30 y 40 euros por una vuelta por el casco antiguo. Nadie lo ha hecho desde que hace una semana se autorizó su vuelta a las calles.

Manuel, el patriarca de la familia, está al tanto de todo y mientras habla no pierde ojo de quién pasa por la zona. Cuando deduce que son turistas hace sonar una bocina como la que utilizaba Fofó en la época de Los Payasos de la Tele. Ninguno quiere extenderse en el asunto de que si tirar de un carro es una crueldad para los caballos. Manuel y Lucas aseguran que no. Según Manuel, los caballos «engordaron» durante el confinamiento. Una mujer observa la escena. Fotografía el exterior de la Catedral y dice que tiene «unas horas» mientras espera que el vuelo que la ha traído a Palma conecte con otro. Dos policías a caballo llegan desde Cort cruzando la calle Palau Reial.

Han vuelto las galeras, muy cuestionadas por los grupos de defensa de los animales y que vivieron sus cinco minutos de gloria mundial cuando (era el año 1994) la pareja imperial del Japón, Akihito y Michiko, se dieron una vuelta por la ciudad.

Regreso a casa

Pasean por la plaza Mayor. Ella se llama Carmen y él, Dylan. Van tomándose lo que parece un granizado de limón. Llegaron de Holanda el miércoles. Su viaje es de siete días. Estarán tres en la capital y luego tienen «una ruta por Mallorca».

El primer día sin restricciones en los vuelos internacionales hubo un tráfico de 210 vuelos en el aeropuerto de Son Sant Joan y pasaron por ahí unas 30.000 personas. Eso se nota tímidamente en la calle. Hay quienes llegan y quienes se van. Y quienes se van –lo que constituye un trazo relevante para el dibujo de esta etapa– con cajas de ‘ensaïmada’ en la mano.

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Es el caso de José Miguel, que se va a Sevilla. Trabaja aquí, concretamente en el grupo Globalia. Ha salido de un ERTE y regresa para estar unos días con su familia. Las ‘ensaïmadas’ vuelven a viajar y eso quiere decir que es como si todo empezara a normalizarse.

Silvia y Mario también van de regreso a casa. Suben al autobús de la plaza de España que lleva al aeropuerto y de allí tomaran un vuelo que les deje cerca de Zamora, su destino final. Silvia trabaja en un laboratorio de una bodega. Analiza vinos. Mario, en una empresa de logística. Desde Navidad no habían estado allá. Pasarán unos días de vacaciones.

El trajinar de algunas maletas por las calles es otra señal. Como que estén abriendo pequeños hoteles del centro de Palma además de otros de zonas turísticas. Uno de ellos en la calle Sant Jaume, donde dos mujeres alemanas toman fotografías con su móviles.

Hay cierta actividad en casas que aparentan ser utilizadas para alojamientos turísticos. En algunas calles algo más alejadas del centro, hace una semana que empezaron a abrirse puertas y ventanas. Como si se estuviera acondicionando su interior para la llegada de turistas.

La mayoría de turistas que se dejan ver por la calle son de Alemania. Aquellos días en que sólo se oía castellano o catalán en las conversaciones están quedando atrás.

¿Hay margen para que todo eso continúe así? No, según el sector empresarial y el de la oferta complementaria. Hay comercios que no se han atrevido a abrir todavía.

El pesimismo se ha instalado también en la familia Vargas. Manuel lleva dos días diciendo que «no sé si vendré mañana, no hay nadie». El Palacio de la Almudaina no puede visitarse pues hay un concierto por la noche.