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Cataluña afronta sus elecciones más decisivas, marcadas por la fallida declaración unilateral de independencia (DUI) impulsada por el Govern de Carles Puigdemont y la aplicación posterior por parte del Gobierno del artículo 155 de la Constitución, hechos inéditos en la democracia española.

Si bien sobre el papel son unas elecciones catalanas más -aunque las cuartas en sólo siete años-, los acontecimientos de los últimos años y, sobre todo, de los meses recientes, hacen de los comicios del 21 de diciembre una cita en que estará en juego mucho más que el gobierno de la Generalitat, con derivadas también en el tablero estatal.

Unas elecciones que todos los partidos reconocen como excepcionales, un carácter que radica ya en el hecho de que fueron convocadas no por el presidente de la Generalitat, como es habitual, sino por el presidente del Gobierno, en aplicación de las medidas derivadas del artículo 155 de la Constitución.

Las elecciones catalanas pondrán punto final a unos meses de vértigo, desde que antes de verano el entonces president Puigdemont anunciara un referéndum para el 1 de octubre bajo la pregunta: «¿Quiere que Cataluña sea un estado independiente en forma de república?».

La vuelta del parón estival precipitó la crisis, pese a la breve tregua institucional tras los atentados yihadistas de Barcelona. El 6 y 7 de septiembre, el Parlament se partió en dos en un pleno lleno de enfrentamientos dialécticos, argucias reglamentarias y sesiones de madrugada, en que JxSí y la CUP aprobaron las leyes de ruptura, pese a las denuncias de la oposición de vulneración de sus derechos.

A un mes del referéndum declarado ilegal por el Tribunal Constitucional, el Gobierno se centró en evitarlo y la Guardia Civil inició una serie de registros.

Se requisaron millones de papeletas, tarjetas censales y material electoral; se cerraron webs del 1-O que eran clonadas poco después; y miles de agentes de la Policía Nacional y la Guardia Civil se desplazaron a Cataluña ante un cuestionado papel de los Mossos durante esa jornada, que acabó con la imputación de su mayor, Josep Lluís Trapero, ya relevado del cargo.

Una de los días más calientes se vivió el 20 de septiembre, cuando una operación del instituto armado, en la que se registraron varias consellerías y fueron detenidos 14 altos cargos del Govern derivó en una protesta de miles de personas ante la Consellería de Economía, que impidieron la salida de los agentes y de la comitiva judicial hasta bien entrada la noche.

Protestas que fueron calificadas de «tumultuarias» y que acabaron siendo investigadas como delito de «sedición» por la Audiencia Nacional, llevando al encarcelamiento de los líderes de la Asamblea Nacional Catalana y Òmnium Cultural, Jordi Sànchez y Jordi Cuixart.

Finalmente, el 1-O se intentó celebrar el referéndum, cuyas urnas habían sido escondidas por particulares. La jornada se desarrolló entre cargas de la Policía Nacional y la Guardia Civil en diversos colegios que habían sido ocupados por multitud de personas y, según el Govern, los incidentes causaron varios centenares de heridos.

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Con 2,2 millones de votos y un 90% de síes -cifras del Govern que obviaron las irregularidades de la votación-, Puigdemont dio por válido el 1-O pese a la falta de garantías y el 10 de octubre asumió el «mandato del pueblo» para convertir a Cataluña en estado independiente, una declaración en el Parlament que seguidamente -sólo duró 8 segundos- «suspendió» para abrir un diálogo.

El diálogo, sin embargo, se limitó a un intercambio epistolar entre ambos presidentes en el que Puigdemont no aclaró si había declarado la independencia, como exigía saber Rajoy en un procedimiento para proceder a activar el mecanismo del 155 por vía del Senado.

Pese a las mediaciones de última hora de empresarios catalanes y del lehendakari Íñigo Urkullu para que Puigdemont convocara él mismo elecciones, algo que estuvo a punto de hacer el 26 de octubre, el president se echó atrás ante las presiones y acusaciones de traición por parte de sectores del independentismo.

El Parlament declaraba al día siguiente la independencia con medio hemiciclo vacío y el apoyo de JxSí y la CUP, que seis mil personas festejaron en la calle, casi al mismo tiempo que el Senado daba vía libre para aplicar el 155 con respaldo de PP, PSOE y Cs.

El 28 de octubre, Rajoy anunció la disolución del Parlament, la convocatoria de elecciones, la intervención de la Generalitat, el cierre de las «embajadas» catalanas y el cese del Govern y de Puigdemont, quien dos días después aparecía junto a varios exconsellers en Bruselas, con el objetivo de «internacionalizar» el conflicto, aunque ningún Estado ni la UE han reconocido la denominada «república catalana».

Ahí ha permanecido hasta este domingo Puigdemont, reivindicándose como «legítimo Govern en el exilio», mientras que ocho de sus exconsellers y el exvicepresident Oriol Junqueras entraban en prisión preventiva sin fianza, acusados de delito de rebelión.

El movimiento de Rajoy de convocar elecciones a corto plazo provocó un tsunami interno en las filas independentistas, que en pocos días tuvieron que decidir si acataban el 155 y concurrían, y si lo hacían juntos o -como ocurrió finalmente- en listas separadas. Incluso se ha llegado a admitir que la DUI fue sólo «simbólica».

Las elecciones llegan a una Cataluña con la ciudadanía altamente movilizada, que en pocas semanas ha vivido masivas y constantes manifestaciones en la calle tanto por el independentismo como por las fuerzas constitucionalistas y la llamada «mayoría silenciosa».

Y con un candidato en el exterior reclamado por la justicia (Puigdemont) y otros en prisión, y en mitad de una fuga empresarial -2.819 empresas han cambiado de sede tras el 1-O-, la campaña esta vez sí tiene aires de plebiscito sobre el rumbo que debe tomar la política catalana, qué vía deberá seguir un independentismo ahora en el diván y sin unidad de acción.

También habrá consecuencias en el tablero estatal tras la aplicación de un 155 apoyado por PP, PSOE y Cs. Podemos, con tensiones internas por su papel en Cataluña, ha presentado recurso en el TC. Pero encima de la mesa hay una propuesta de reforma constitucional impulsada por el PSOE en una comisión de estudio del Congreso sobre la que el PP es más bien reacio. El resultado del 21-D puede influir decisivamente sobre su futuro.