El juez Baltasar Garzón, a su entrada en el juzgado. | JUAN MEDINA

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El juez Baltasar Garzón ha pasado ya el primer examen al que se debía enfrentar este mes en el Tribunal Supremo: el juicio por ordenar las escuchas del «caso Gürtel», cuya legalidad ha defendido el magistrado a capa y espada asumiendo «todas y cada una» de las decisiones adoptadas en la causa.

Garzón se enfrenta a una pena de entre 10 y 17 años de inhabilitación que piden las acusaciones, que le imputan los delitos de prevaricación y violación de las garantías constitucionales, pero cuenta con el respaldo de la Fiscalía, que reclama, como su defensa, la absolución al considerar que no hubo ningún delito al ordenar las escuchas.

En su turno de última palabra, el juez ha asegurado que asume todas y cada una de sus decisiones y que no violentó ni lesionó el derecho de defensa sino que, al contrario, hizo todo por salvaguardarlo.

Las escuchas eran la única vía para evitar que los cabecillas de la trama siguieran actuando desde la cárcel, ha subrayado el magistrado, suspendido de sus funciones en la Audiencia Nacional desde mayo de 2010 y que ha hecho hincapié en que se trataba de investigar delitos graves de blanqueo de capitales.

La orden de intervenir las comunicaciones con sus abogados que mantuvieron en prisión los considerados jefes de la red corrupta, Francisco Correa y Pablo Crespo, ha dado lugar en el juicio a todo un debate jurídico sobre los límites del derecho de defensa que, según las acusaciones, Garzón vulneró «clamorosamente» y deben ser acotados por el Supremo.

Sin embargo, su abogado, Francisco Baena Bocanegra, para convencer al tribunal, le ha recordado su propia doctrina, que establece que el delito de prevaricación requiere que se adopte una resolución manifiesta y objetivamente injusta en la que no quepan opiniones jurídicas distintas y no haya otros argumentos defendibles por la comunidad jurídica respecto a esa resolución.

Un argumento que también ha defendido la Fiscalía, que ha insistido además en que no hay ninguna legislación que prohíba expresamente grabar a los abogados si hay indicios de graves delitos.

Estas tesis son las contrarias a las que mantienen las acusaciones.

El abogado Ignacio Peláez, autor de la querella que dio origen a este juicio, ha aprovechado su informe final para criticar duramente la medida de Garzón, que le afectó directamente porque fue uno de los letrados grabados en sus visitas a Correa y Crespo en la cárcel de Soto del Real el 25 de febrero y el 6 de marzo de 2009.

Para este abogado, que defiende al empresario José Luis Ulibarri en el «caso Gürtel» pero que ha negado representar al PP o alguno de sus miembros, el auto de Garzón fue burdo, prevaricador y contrario a derecho.

La defensa de Correa, que ejerce el letrado José Antonio Choclán, ha acusado al juez de dar un «cheque en blanco» a la Policía para investigar lo que quisiera y le ha reprochado haber actuado como si todos los abogados «fueran unos corruptos» al ordenar unas escuchas genéricas e indiscriminadas.

Una afirmación que comparte el abogado de Crespo, Pablo Rodríguez Mourullo, que ha añadido que con las escuchas Garzón se convirtió «en una suerte de Gran Hermano» que todo lo oye.

La expectación ha crecido al llegar el turno de última palabra de Garzón, que además de reivindicar su inocencia ha hecho un alegato en favor de la Justicia: «Abrir la puerta a una injusticia es dejarla abierta para todas las que le siguen», ha dicho el magistrado, citando al político alemán Willy Brandt.

Garzón, que ha abandonado el Supremo entre aplausos de simpatizantes y funcionarios de su Juzgado, se ha mostrado satisfecho con el desarrollo de la vista, tras la que el tribunal se ha reunido una media hora para un pequeño «intercambio de impresiones», según fuentes jurídicas.

En los próximos días comenzarán las deliberaciones de los siete magistrados que forman la sala, cuya decisión marcará el futuro profesional de Garzón y él lo sabe. Por eso se ha despedido remachando lo evidente: «Es la hora del Tribunal».