El doctor Raúl Izquierdo lleva quince años al frente de Sanidad Exterior en Balears. | Alejandro Sepúlveda

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Nos recibe con una bata de un blanco impoluto, casi como su melena. Los movimientos lentos, acompasados, del doctor Raúl Izquierdo pueden inducir al error: hay pocas personas más enérgicas y trabajadoras que él. Lleva quince años de director de Sanidad Exterior en Palma y casi toda la vida velando por la salud pública, pero sigue derrochando una pasión portentosa por su trabajo. Lo que le convierte, quizás, en el último romántico de una generación única.

A usted le va la marcha: nada más acabar la carrera en Madrid se fue a trabajar a África.

—Pues fue una gran decisión. Me fui muy joven, es verdad, pero fue apasionante. Estuve en muchos países de la ribera occidental subsahariana, pero sobre todo en Guinea Ecuatorial. Era el año 1978 y llegué cuando el golpe de Estado de Teodoro Obiang a su tío Macías.

Una época convulsa.

—Mucho. Allí no había nada. Sólo selvas e islas. No había medios médicos. Operábamos doce horas continuadas, con lámparas con petróleo. Era otra época. Comprabas el pescado a los pescadores en la playa, fue una experiencia increíble. Trabajé en hospitales con leprosos y enfermos de tuberculosis, recuerdo aquellos días con mucho cariño. Tenía 26 años.

También ha dirigido hospitales en España.

—Sí, sobre el año 1983 regresé a España y me pusieron al frente de hospitales en Burgos, La Palma y Cuenca. Había hecho unas oposiciones y un máster en dirección que me fueron muy útiles.

¿Con qué se queda: la selva o la gestión?

—Si la gestión es útil y se arreglan cosas, es muy bonita. Hacer cambios, con entusiasmo, es maravilloso. Yo siempre he sido proactivo, salgo a buscar el gol, no me gusta quedarme parado. Hay muchas cosas que hacer.

Pero volvió a África.

—Porque me ofrecieron volver como gestor a las mismas zonas, en unos programas de cooperación. Pero al final, como estaba casado con una mujer pollencina (se ríe) nos tiraba mucho la Isla y volvimos a Mallorca. Era el año 95. Se creaban los tribunales médicos y me encargué del nuevo de Balears. Fue un grupo de referencia a nivel nacional, hasta que hace quince años surgió el reto de dirigir la Sanidad Exterior.

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¿A qué se dedican?

—Controlamos los alimentos que entran, el tráfico de personas si están enfermas y el análisis de la droga intervenida, entre otras cuestiones. Somos uno de los laboratorios más importantes y tenemos dos premios nacionales por nuestros análisis.

Hace casi diez años se dispararon las alarmas por el ébola.

—Fue en 2014. Teníamos que subir a los aviones para ver casos sospechosos, al final la mayoría eran de paludismo. Fue, en cualquier caso, un ensayo para las emergencias gordas que estaban por venir.

El coronavirus.

—Sí. En nuestras oficinas dijimos a todos los trabajadores que se fueran a casa, nos quedamos dos o tres en el centro. Teníamos que atender todas las entradas en Mallorca por emergencias y controlar los productos sanitarios que llegaban de China. Me llamaban continuamente de madrugada, llegué a dormir cuatro horas -y no seguidas- en una semana. Fue una época infame, de una carga de trabajo brutal.

¿No tenían ayudas?

—Al principio, no. Luego sí. Agradezco mucho la colaboración que nos prestaron la Guardia Civil y la Policía Nacional, que hicieron un trabajo estupendo. También la coordinación con el Govern fue espléndida.

¿Qué aprendieron?

—Pues, sobre todo, que no se puede conseguir la eficiencia al 100 por ciento. Te intentas multiplicar por diez, pero es muy difícil. Teníamos que seguir los nuevos focos y controlar, por ejemplo, a las personas que estaban fondeadas en barcos y tenían que salir de las embarcaciones para comprar comida. Otra enseñanza que sacamos es que la contención absoluta no es posible. Me llamó mucho la atención la enorme actividad de tráfico aéreo de Mallorca y Eivissa en aviación privada. Teníamos información de aquellas personas que entraban o salían, y nos sorprendió la gente importante que había en las listas.

Curiosamente, con el país paralizado fue la época de las mayores incautaciones de drogas.

—Así es. Imagino que los malos pensaban: Ahora es el momento. El problema, de nuevo, es que las aprehensiones normalmente se producían de noche o de madrugada, y otra vez me quedaba sin dormir (ríe).

No podía ocurrir nada más.

—Pues sí. Hubo, además, una oleada de inmigrantes que llegaban en pateras. Una noche tuve que ir tres veces al puerto de Palma. Estaba con una enferma y teníamos que ver, uno a uno, a los hombres y mujeres que llegaban, normalmente de Argelia.

Vamos, que se curtió a los grande.

—¿Pero sabe qué? Lo repetiría todo. Hicimos lo que teníamos que hacer.

Superada la COVID, ¿Qué peligros nos acechan?

—La OMS nos pasa alertas continuamente, y estamos muy pendientes del ébola en Uganda, el Lassa, que es una fiebre hemorrágica, y el Marburg, que tiene una mortalidad altísima. Ahora no hay fronteras, alguien que quiera puede dar la vuelta al mundo en 24 horas. Cuando se anuncia que se cierran fronteras no basta. Los virus se transforman.

Cuente algo positivo, por Dios.

—Lo hay. Los gérmenes, para sobrevivir, no pueden matar al huésped. Por eso, las enfermedades son cada vez más infectivas y menos agresivas. Por eso la gripe es el rey. Muta cada año.