Imagen de Cristina Bonhome, a bordo del barco de salvamento.

TW
0

De manos de Cristina Bonhomme han llegado al mundo unos 1.000 bebés. La mayoría de ellos lo han hecho en el Hospital de Manacor, en el que empezó a trabajar de comadrona en verano del 2008. En el edificio en el que vive, por su proximidad al hospital seguramente, muchos de sus vecinos han nacido con ella. Paseando a sus perras por el barrio, hace poco aún pudo escuchar a un padre decirle a su hija de unos cinco años: «Aquella señora te ayudó a nacer». A veces –confiesa- «los niños a los que sus madres les dicen que les ayudé a nacer me estiran del brazo para que les coja, y me emociona muchísimo».

Por si no tuviera bastante emoción la vida de esta comadrona en continuo contacto con la alegría de padres y madres al ver nacer a sus hijos, Cristina se enroló en un voluntariado para dar su ayuda a refugiados. Destinó sus vacaciones de 2017 a zarpar en el Lifeline, un barco de salvamento con el que varias ONG se aliaron para ir en busca de pateras en alta mar que salían de las costas de Libia.

En uno de los rescates, llegó a bordo una mujer con un recién nacido. «Había parido en la patera poco antes, sin que nadie se diera cuenta, en medio de sus anchos pantalones. En una bolsa de supermercado estaba la placenta, todavía unida al bebé por el cordón umbilical», recuerda. Ella los atendió a los dos. «Estaban en shock hipotérmico. Su temperatura corporal no superaba los 34 grados. Estuve con ellos 12 horas en la enfermería del barco, primero ayudándoles a entrar en calor con mantas térmicas y té tibio para la madre», relata. Estimulando la salida de leche materna, logró dar el primer alimento de su vida a aquel neonato, al que la madre quiso poner el nombre del rescatador que lo tomó en sus brazos para subirlo al barco. Tras un minucioso examen, Cristina informó de la infección que tenía la madre, que tuvo que ser evacuada, primero a un barco mayor, con hospital a bordo, y luego en helicóptero a un centro hospitalario en Italia.

Tan increíble como ese nacimiento, en silencio, en la patera, fue conocer la historia que había detrás. «Aquella mujer había sido violada y ni su marido ni nadie de la familia habían llegado a saber de su embarazo». Conocer las tragedias personales que preceden a ese arriesgado viaje, con peligro constante de ahogarse en medio del mar, «esclavitud y torturas, inanición, venta de hijos para poder pagar los pasajes de los hermanos pequeños… ayuda a comprender por qué migran», afirma la enfermera voluntaria. Haber cooperado con los rescatadores a salvar a algunas de esas vidas también llevó a Cristina a saber más sobre mafias y traficantes de personas, y no deja de preguntarse por qué los gobiernos de Europa no cumplen con las cuotas de acogida.

Más empatía

Todo ello hizo regresar a Mallorca a una enfermera mucho más empática con las parteras de otros países que acuden a parir al Hospital de Manacor. «Atendemos a muchas madres de Marruecos, también de Europa del Este, de India y Pakistán, y de Latinoamérica», explica. «Mi experiencia en el rescate en alta mar fue, por encima de todo, un baño de humildad. Desde que volví trato con más amor todavía, si es posible, y mucho cariño, a las mujeres inmigrantes que atiendo en el hospital. Ahora me pongo muchísimo más en su piel».

Voluntariado

No le quedaron ganas de repetir en el mar, pero los dos años siguientes, Cristina volvió a destinar sus vacaciones al voluntariado, en dos campos de refugiados, en las islas griegas de Quíos y Lesbos. Queda lejos, ya, la niñez de esta comadrona en la que solía recoger en las calles de su ciudad, Barcelona, pajaritos malheridos que llevaba a su casa para cuidar hasta que podían volver a volar. En esencia, pero, hoy sus gestos y actitud siguen la misma dirección.