Raquel Julià quiere trabajar como jardinera | P. Pellicer

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«A mí me dejas en una ferretería y soy la personas más feliz del mundo», exclama Raquel Julià, que ha comenzado hace escasas semanas un taller de mantenimiento organizado por el Institut Mallorquí d’Afers Socials (IMAS) dirigido a personas con discapacidad. En él aprenderá módulos de jardinería, electricidad básica, pasando por la soldadura o la lampistería. Es la segunda mujer que lo realiza, tiene 46 años, ha pasado por infinidad de trabajos y le diagnosticaron de niña un trastorno límite de la personalidad y, hace unos años, una artrosis degenerativa en las manos. Raquel lo tiene todo en contra para tener un trabajo estable. Los números cantan, pero ella es inmune al desaliento.

Según los datos del Observatorio Estatal de la Discapacidad, sigue siendo preocupante la baja participación de las personas con discapacidad en el mundo laboral. Y especialmente llamativo el caso de las mujeres de este colectivo. Solo 1 de cada 4 mujeres con discapacidad tiene trabajo hoy en día.

Los estragos de la pandemia

Raquel ha pasado por decenas de empleos: hostelería, trabajó como artesana, restauración de barcas, de cara al público en Leroy Merlin o en limpieza del cementerio de Palma, pero el lugar donde más disfrutó fue en una taller de chapistería: «Me gustaba mucho, pero era difícil. Siempre que venía un cliente pedía que le atendieran mis compañeros. A veces, resultaba frustrante, controlaba el negocio igual que mis compañeros, pero preferían ser atendidos por hombres».

«Si el mundo laboral está mucho más restringido para las personas con discapacidad, imagínese con la pandemia. Muchos de los chicos que estudian cocina, encuentran empleo en los grandes hoteles. Pero con el sector turístico a medio gas, las oportunidades laborales han brillado por su ausencia», apunta Toni Caldentey, profesor de cocina en los cursos organizados por el IMAS. «Lo bueno es que parece que ya estamos saliendo del túnel, creo que este verano habrá más movimiento y ofertas laborales», finaliza esperanzado.

Eso es lo que espera Adela Plaza, que tiene 19 años y, en un principio, iba a estudiar peluquería, pero optó en el último momento por los fogones, siguiendo el ejemplo de su madre, cocinera en un restaurante de Palma. «Me gusta aprender, creo que trabajo bien en equipo y siempre intento hacer grupo. Mi sueño es trabajar en una cocina profesional, solo falta que alguien me de una oportunidad», explica Adela, que repasa todo lo que ha aprendido hasta ahora. «Lo que más me gusta, cortar alimentos: juliana, medialuna... y todavía me queda mucho por aprender», señala.

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Adela Plaza se forma como ayudante de cocina. FOTO: MIQUEL ÀNGEL CAÑELLAS

Por su parte, Josefina Ferrer, educadora del IMAS en este curso de cocina, recuerda que estas clases son una buena forma de entrar en el mercado laboral y defiende que el colectivo tenga más y mejores oportunidades laborales: «El límite se lo tienen que poner ellos, que no lo hagan los demás. Creo que los chicos que estudian cocina con nosotros salen con la titulación de la entidad y pueden convertirse en ayudantes de cocina y trabajar con la misma eficacia que cualquier otra persona sin discapacidad».

Otro de los grandes problemas para este colectivo también es el salario. El sueldo medio anual bruto de los trabajadores por cuenta ajena con discapacidad es de 20.574 euros, un 16,1 % menos que las personas sin discapacidad, es decir, la cifra es de casi 4.000 euros anuales menos.

«Es una asignatura pendiente. Nuestro trabajo pasa por sensibilizar a la sociedad y a las empresas del beneficio que supone contar con este colectivo en su plantilla, así como visibilizar este tipo de cursos», admite Andrés López, director insular de Personas con Discapacidad e Innovación Social del IMAS.