La iglesia ortodoxa de Sant Miquel ha sido habitual punto de encuentro de eslavos. Abajo, Elena Nosova, profesora rusa de música. | M. À. Cañellas

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Yuriy Zubko está cansado de hablar con periodistas y se le nota. Han sido semanas de mucho trabajo para este empresario de la construcción y presidente de la Asociación de Ucranianos en Mallorca. Reconoce que no tiene mucho contacto con rusos últimamente. «No se atreven a hablar por miedo a represalias. Mejor que no se acerquen». La relación entre las dos comunidades residentes en las Islas, rusos y ucranianos, obviamente no es fácil, pero le preguntamos por cómo era antes. «¿Antes, cuándo? ¿Antes de 2014?». La invasión de Crimea ya fue un punto de inflexión, abrió una grieta que ahora se va ensanchando y llenándose de resentimiento de un lado y de vergüenza del otro.

Nadiya Vuchyna es una de las muchas voluntarias ucranianas que se han conocido estas últimas semanas apilando las cajas con las donaciones. Van sobrados de ropa, apunta, y ahora lo que más falta hace son productos higiénicos y sanitarios. Nadiya trabaja en la hostelería y tiene a la mitad de su familia en Ucrania. Cuando se le pregunta por su relación con ciudadanos rusos, Nadiya baja la mirada y respira hondo. El regreso a una cierta normalidad no será sencillo, ni siquiera para dos comunidades extranjeras que por lo general son ejemplos de integración y no de arrinconarse en guetos. «Tengo más amigos españoles, ingleses o de otras nacionalidades que ucranianos», asegura Nadiya.

En 1998 había 68 rusos y seis ucranianos censados en el archipiélago balear; en 2021 eran ya 2.040 los rusos y 2.135 los ucranianos. En las últimas dos décadas el flujo migratorio desde ambos países ha sido modesto pero constante. 2002 fue el año en que la población ucraniana dio el sorpasso y superó por primera vez a la rusa. La mayor parte de ambas nacionalidades se concentra en Mallorca, mientras que Menorca es la isla que cuenta con menor representación. Como dato curioso, el número de mujeres rusas es casi el triple que el de hombres –1.501 por 539–, a diferencia de la población ucraniana, con unas proporciones más cercanas.

Elena Nosova, profesora rusa de música.

Entre las distintas oleadas de migración rusa que han ido llegando a las Islas en los últimos 20 años hay por lo menos dos bloques diferenciados: los que llegaron en los inicios de siglo, de un nivel adquisitivo más bien bajo y en busca de una mejora de su situación económica, y los que empezaron a llegar a mediados de la década de los 2000, justo antes del estallido de la Gran Recesión, con un nivel adquisitivo más alto e impulsados no por la precariedad económica, sino por el deseo de vivir en otro modelo de sociedad. El cambio de clima, claro, tampoco suponía un problema.

Victoria Pushkareva es una de las inmigrantes del segundo bloque. Llegó con su hija de cinco años y su marido hace 16 años. «En Rusia vivíamos muy bien pero decidimos venir a Mallorca para vivir en una sociedad más abierta y con más libertad. Escapamos de Putin pero Putin al final ha llegado hasta aquí». Victoria es bioquímica y microbióloga. Como para tantos otros compatriotas, el sector servicios fue uno de los caladeros obvios donde encontrar empleo; trabajó como guía turística durante unos años y más tarde en una tienda de Perlas Orquídea, antes de que la pandemia la dejara en paro. Entre su círculo de amigos y conocidos hay rusos, pero también ucranianos, los cuales, de hecho, no solo son más numerosos, sino también más cercanos: «Mis mejores amigos aquí son ucranianos».

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El constructor y presidente de la Asociación de Ucranianos en Mallorca, Yuriy Zubko, con su esposa Irina.
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La comunicación es sencilla: todos los ucranianos hablan ruso y en cualquier caso ambas lenguas son relativamente inteligibles entre ellas, algo así como el español y el italiano. Una de esas amigas es su compañera de trabajo, que acaba de marcharse a Ucrania en busca de su madre. «Yo quiero a mi país pero mi país no es Putin; es cultura, es arte... Putin lo tachó todo». La voz de Victoria va decayendo, pasa de la indignación a la pesadumbre y finalmente se rompe al hablar de los ucranianos. «Creo que nunca nos perdonarán. Pasarán generaciones antes de que lo hagan y la mía ya no lo verá».

Anastasia Egorova llegó a la Isla en 2005, después de conocer a un mallorquín que se convertiría en su pareja. Estudió Turismo en Rusia, sector en el que se desenvolvió en sus primeros doce años aquí, principalmente como directora de un hotel rural. Decidió dejarlo para dedicarse a su auténtica pasión, la cerámica y la bisutería. Durante todo este tiempo «nunca he buscado relacionarme solo con rusos, las amistades han ido surgiendo por afinidad, no por nacionalidad». Reconoce que haber tenido suegra mallorquina no le ha hecho añorar la gastronomía rusa; ese recuerdo, asegura, fue enterrándose a base de tumbets y pa amb oli.

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Arriba, ucranianos y españoles en la nave cedida en Son Castelló para las donaciones.

De hecho, en general no le interesa demasiado perpetuar esa ligazón a sus raíces. «Ni recuerdo la última vez que entré en la tienda de productos rusos de Palma». Tampoco está interesada en hablar sobre la guerra con algunos miembros de su familia en Rusia, convencidos ciegamente de las tesis e informaciones cocinadas por el Kremlin. «Decidí no hablar más de ello porque no quería pelearme, pero la sociedad allí percibe las cosas de otra manera. Si estás un poco despierto entiendes lo que está pasando pero no es fácil afrontarlo y parte de la gente decide negarlo. Prefieren no verlo». No es su caso. «Siento mucha vergüenza». Conoce a una familia ucraniana con la que solía tener relación y cuando los volvió a ver hace poco «me sentía culpable, como les pasó a muchos alemanes por toda la historia nazi».

Elena Nosova, afincada en Palma desde hace 20 años, es un perfil de primera oleada. Vivía en Briansk , ciudad casi fronteriza con Ucrania, y vino a Mallorca con su hijo de tres años huyendo de la crisis económica. Llegó a la Isla «en un principio solo para estar aquí medio año y poder ganar algo de dinero: los sueldos por aquel entonces no bastaban para vivir». En Rusia trabajaba como profesora en el Conservatorio Municipal. Ya en Mallorca cursó la licenciatura de Pedagogía Musical y hoy da clases de piano, canta como soprano y dirige el coro de la Iglesia Ortodoxa de Sant Miquel, la primera de las tres que abrieron sus puertas en Palma. Elena tiene familia en Rusia y en Ucrania. Su relación con sus amigos ucranianos en Mallorca «es la misma, no ha cambiado». Continúa cantando con ellos en el coro de la iglesia, en eslavo antiguo, lengua madre de ruso y ucraniano reservada ya solo al ámbito litúrgico, al estilo del latín y las lenguas romances. «Solo deseo que todo esto acabe pronto».

Anastasia Egorova, ceramista rusa afincada en Manacor.

El mismo deseo transmitido desde el lado ucraniano. Yuriy, que llegó hace 18 años con su esposa Irina y se confiesa ya «más mallorquín que de allí», tiene a su madre de 72 años de edad en Ucrania. Como tantos otros ucranianos de avanzada edad «no quiere venir: ahí lo tiene todo, sus amigos, su vida... No quiere irse». Yuriy tampoco cortará nunca los lazos con su país ni quiere que los más jóvenes lo hagan tampoco. Entre otras cosas, la asociación enseña ucraniano a las segundas generaciones. «No deben perderlo. Tienen que recordar».

El apunte

«En Balears hay bastantes hijos nacidos de padres de una y otra nacionalidad»

Sebastià Roig Montserrat es cónsul honorario de la Federación de Rusia en Balears desde 2017. Explica que la visión más superficial que se tiene de los ciudadanos rusos afincados en las Islas no puede ser más alejada de la realidad: se piensa en el ruso rico con mansión en la primera línea de Andratx o Calvià, afirma. Incluso en el oligarca al estilo de Petrov o Romanov, «pero la realidad es que casi todos los rusos que viven aquí son de clase trabajadora». Detalla, además, que no suelen concentrarse en ningún sector laboral en concreto (o por lo menos no más que cualquier otra nacionalidad en una comunidad con un peso tan importante del sector turístico) y que por lo general «está bastante diversificado». Eso sí, «es cierto que hay un sector bastante importante que se dedica a la educación». A su modo de ver, las relaciones con los ucranianos han sido siempre «bastante normales», por lo menos hasta ahora. «De hecho, incluso tenemos también aquí a bastantes niños y jóvenes nacidos de padre ruso y madre ucraniana o viceversa», apunta Roig.