Mucha gente está optando por seguir con la mascarilla puesta en exteriores. | M. À. Cañellas

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Vemos la luz al final del túnel, otra vez. Y una ya no se alegra de la misma manera. Se echa de menos el análisis de Angela Merkel que nos advertía de que lo peor estaba por llegar cuando el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, se felicitaba por haber vencido al virus allá por verano de 2020. El origen del desencanto es que a veces el debate se ha centrado más en el cómo que en los resultados. Y así es como se han ido implantando medidas, a diestro y siniestro, muchas sin saber o sin explicar muy bien para qué, mientras la pandemia se ha cobrado no sólo vidas, también economías familiares. Y eso, claro, es una fábrica de argumentos para la cantidad irrisoria de negacionistas que esta semana han sacado pecho y altavoz.

Retirada de la mascarilla en exteriores. Aparecía en diciembre una cepa nueva, más infecciosa que llegó, vio y venció. Teniendo en cuenta que la vacuna que todos nos estábamos poniendo combatía a la variante alfa del virus SARS-CoV-2 y ya vamos por la ómicron, ha quedado demostrado que el suero no ha evitado el contagio. ¿Es inútil? Por supuesto que no, lo que ha evitado son hospitalizaciones y muertes, ahí es nada. La incidencia de casos, sin embargo, fue tan explosiva que nos pasó a todos por encima y se decidió recuperar una medida que podía haber tenido sentido antes, pero no lo tenía en esta ocasión. Así pues, desde Navidad nos pusimos la mascarilla en exteriores como única medida para arreglar un problema que en realidad se encontraba en las insuficientes pruebas diagnósticas, las bajas laborales, la saturación en los centros de salud... Y claro, durante mucho tiempo nos preguntábamos, ¿qué están haciendo? Virus nuevo, medidas viejas.

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Gripalización. Lo peor de la sexta ola ya pasó, pero con la COVID nunca se sabe. Tardamos un mes tras el desconfinamiento en remontar una segunda ola iniciada en los temporeros de Lleida y traída en avión y barco (fue entonces cuando el Govern pensó que debía controlar sanitariamente la llegada de pasajeros). Viviendo y aprendiendo. Después llegó el invierno con la tercera ola y el punto más crudo de la pandemia. Balears tuvo las restricciones más severas del Estado con la finalidad de salvar el verano, mientras avanzaba la vacunación entre los más vulnerables. Las promesas de nueva normalidad nos duraron quince días, el tiempo en que los viajes de estudios procedentes de toda España originaron una nueva ola de contagios y otra temporada renqueante. Con el 70 % de la población vacunada, tras el verano, volvieron los mensajes del «ahora sí» y de «la luz al final del túnel», otra vez. Mientras algunos expertos añadían, como lo hacen ahora, una muletilla importante: «si no aparece una nueva cepa». Y apareció. Y se dijo que el 70 % de la población vacunada no era suficiente. Tanto la consellera de Salut del Govern, Patricia Gómez, como la coordinadora de la campaña, Eugenia Carandell, han afirmado en alguna ocasión que no creen en la vacunación obligatoria. «Hay que convencer», defendían. Pero surgió una nueva medida, la ampliación de usos del pasaporte COVID europeo a la restauración y el ocio, cuando nació para garantizar la seguridad sanitaria en los desplazamientos ya sea con la vacunación o con una prueba PCR negativa. ¿Opción o coacción?

Certificado COVID. El presentar la acreditación antes de sentarse en un bar tampoco ha frenado los contagios, pero mira, ha ‘convencido’ a otras 44.000 personas para vacunarse, como ha presumido el Govern esta semana. Quitarlo ahora, unos dos meses después de implantarlo, da más aire a los negocios que supuestamente lo pidieron que visos de perjudicar el retroceso de la pandemia. Así pues, volvemos a la normalidad, pero a la del pasado de verano no a ninguna otra, porque se habla de gripalizar una enfermedad que todavía registra tres dígitos de muertos diarios en el Estado y, aunque es el futuro y no muy lejano, todavía es pronto.