Lucky Manyaku y su mujer, Jessica Palacios, trabajan desde Mallorca para sacar de la calle a niños huérfanos o abandonados en Uganda. | M. À. Cañellas

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Lucky Manyaku se llama en realidad Peter, pero se puso este nombre (afortunado en inglés) porque «soy muy ‘afortunado’ por las posibilidades que la vida me ha dado». Y eso que sus cartas nunca han sido buenas. Nació en una aldea montañosa de Sironko (Uganda) y se crio junto a once hermanos y unos padres con problemas de alcoholismo, acostumbrados a pagar sus frustraciones con ellos. «Una vez me pegaron y me dejaron fuera de casa, durmiendo como un perro. No me dieron nada de comer durante 48 horas. Supongo que ese día decidí que no podía seguir así más tiempo, estudiar y labrarme un futuro en esa situación era una quimera», recuerda.

Lucky tenía tan solo cinco años cuando tomó la decisión de echarse a la calle. No volvió a dormir bajo un techo hasta los doce años y no tuvo un lugar al que llamar hogar hasta que conoció a su mujer, la mallorquina Jessica Palacios, que recaló en 2017 en el país con un proyecto solidario de reciclaje creativo para niños y grupos de mujeres.

Una mano amiga

De su aldea se marchó a la ciudad más cercana, Embale, donde aprendió lo que es la supervivencia: «En la calle no haces amigos, solo un grupo con el que sobrevivir. Los mayores se aprovechan de los pequeños, y cuando crecen, invierten los papeles con los que llegan. Aprendes a huir de la policía, a conocer los atajos y escondrijos donde no te cojan y a compartir la comida que te encuentras en la basura con los animales. Pero siempre te sientes vacío por dentro, donde caes, caes», apunta Lucky.

Jessica Castillo y Lucky Manyaku, en Uganda.

Después se trasladaría a Kampala, la capital de Uganda, pensando que sería más fácil encontrar trabajo. No hubo suerte, pero encontró un ‘ángel de la guarda’, con la forma de una mujer mayor que le daba comida y le ayudó a entrar, cuando había cumplido doce años, en la ONG cristiana Never again, que recogía a chavales de la calle como Lucky y les ofrecía un techo y estudios. «Éramos muchos, llegamos a ser 350 en la casa. Y si nos portábamos mal, nos dejaban encerrados durante dos semanas, y nos pasaban la comida por las rendijas, como si estuviéramos en prisión», señala. Pero también terminó los estudios y llegó a la universidad, donde cursó la carrera de Información y tecnología.

Además, descubrió el mundo de la música. Aprendió a tocar instrumentos tradicionales, como el violín africano, y empezó a cantar en la iglesia, en pequeños locales y en el teatro nacional. El dinero que sacaba le daba para vivir, pero también para llevar comida a las nuevas generaciones de críos que malvivían en el ghetto de Kampala, que eran como él, abandonados o huidos de familias desestructuradas. Fruto de sus visitas al ghetto escribió la canción Life Mu Ghetto, que luego se convertiría en el nombre de su ONG.

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Lucky Manyaku, de las calles de Kampala a Mallorca. FOTO: M.A. Cañellas

Encuentro inesperado

Durante un concierto conoció a la mallorquina Jessica Palacios, con la que luego tendría un hijo, que ahora ha cumplido dos años. Jessica ha vivido estos años a caballo entre Mallorca y Uganda hasta hace unos meses, y junto han trabajado por sacar a niños de la calle y buscarles una salida, con un hogar transitorio en el que ahora viven tres chavales, ya que otros tres han regresado a su casa. «Nuestros usuarios se conocieron en la calle, han estado expuestos a todos tipo de traumas y quieren labrarse un futuro. Son libres de decidir qué quieren hacer, pero si se van, no vuelven», explica Jessica.

Lucky y Jessica Palacios con voluntarios y usuarios de Life Mu Ghettto.

Radicados en Mallorca desde hace unos meses, por la pandemia y por la salud de su hijo, siguen manteniendo esta ONG en Uganda, mientras que Lucky mejora su español y adapta su repertorio musical a la Isla. Nunca es tarde para seguir aprendiendo.