Bernat Sureda, en una imagen tomada el pasado viernes en la Colònia de Sant Jordi. | M. À. Cañellas

TW

Bernat Sureda (Palma, 1953) es catedrático de Teoría e Historia de la Educación en la UIB. En esta entrevista, analiza la realidad universitaria y educativa general y en particular la de Baleares, en un momento en que hay una nueva legislación estatal y se pone en marcha, por primera vez, una legislación autonómica en la materia.

Ahora se cumple el 25 aniversario de la transferencia de las competencias universitarias a la Comunitat Autònoma ¿Qué supuso realmente?
—La verdad, no mucho, pues la UIB tiene mucha autonomía a través de sus estatutos y órganos colegiados. También tiene autonomía económica para las partidas ordinarias. La competencia autonómica supuso la transferencia económica y la capacidad de decidir sobre cuestiones como las tasas y la regulación de los profesores contratados. No representó grandes cambios. El gran cambio fue anterior, con la Ley de Reforma Universitaria de 1983, la llamada LRU.

¿Por romper con la estructura universitaria franquista?
—Sí, la legislación universitaria franquista era elitista y muy basada en el poder de los catedráticos. Con la LRU, la universidad española se hace homologable a nivel europeo, se garantizan la autonomía universitaria y la libertad de cátedra, y se aplica la Constitución. La autonomía es para cada universidad, no para el conjunto. Y la libertad de cátedra es para todos los niveles educativos, aunque, evidentemente, con matices. Es curioso que esta ley se aprobara en 1983 cuando el PSOE accedió al Gobierno sólo un año antes. Fue una prioridad.

¿Las reformas posteriores han trastocado la LRU?
—Ha habido reformas para adaptarse al Plan Bolonia, la homologación de estudios, la organización en facultades y departamentos, o la regulación del profesorado contratado por parte de las comunidades autónomas, pero no han trastocado la estructura de la ley.

¿Cómo valora la evolución de la UIB como universidad joven?
—Muy positivamente. En una tierra como la nuestra, donde cuesta mantener bibliotecas y museos, tenemos una universidad homologable a nivel europeo a pesar de sus escasos recursos. Es una institución capaz de impulsar investigación y cultura con una financiación bajísima. Y busca y obtiene recursos a través de sus proyectos de investigación. Además de la labor académica, su función es importantísima en el apoyo a la ciencia, el medio ambiente, la lengua, la cultura o el patrimonio, en un momento en que afrontamos grandes retos como el cambio climático. No todo tiene que ser llenar hoteles.

Pero la financiación autonómica de la UIB no llega a la media española y no cubre ni el capítulo de personal.
—Es una cuestión de prioridades. En ese sentido, soy pesimista. No podemos fiarlo todo a un modelo desarrollista que descuida todo lo demás. No se está dando a la Universitat la prioridad que se merece, cuando cada euro invertido en ella revierte multiplicado en la sociedad. Mientras tanto, Baleares sufre el abandono escolar ante la posibilidad de conseguir, en general, un empleo a edad temprana, pero en condiciones inestables y precarias. Nuestra sociedad funciona así y los políticos la reflejan en sus acciones. Y parece que no hay interés por el territorio o el patrimonio por sí mismos. Sólo interesan si pueden tener un provecho turístico.

Y tampoco parece que las Administraciones recurran al conocimiento de la UIB para tomar decisiones.
—Se hacen pocas consultas a la UIB cuando ésta puede aportar un conocimiento de primer nivel a un bajo coste. Y puedo decir que cuando se hacen, al final no les hacen ni caso. Los políticos viven demasiado al día, al corto plazo. Y cuando les presentas un proyecto de investigación, su mentalidad siempre es la de que estás pidiendo dinero. Ése es el mundo en que viven, cuando el objetivo de una investigación va mucho más allá de eso.

En la educación no universitaria, siempre hay una nueva ley cada vez que se cambia de Gobierno.
—Sí, pero cada ley trae cambios formales, de mercado ideológico: la religión o el número de asignaturas para pasar de curso. Son cambios poco significativos. No afectan a las estructuras profundas y no consiguen adaptarse a las necesidades de la educación. Por ejemplo, el principal problema educativo de Baleares no es la religión, sino el crecimiento de la población escolar, que dificulta la planificación, lo que no ocurre en otras comunidades; el 15 % de alumnado extranjero; los alumnos nouvinguts que llegan en cualquier momento del curso; o que los centros públicos asumen la mayor parte de esos estudiantes.

¿Qué ha puesto de relieve la pandemia en el ámbito educativo?
—Que la escuela transmite conocimientos, pero su función básica es la cohesión social. La escuela socializa y transmite identidad colectiva y valores comunes, pero a la vez respeto por la diversidad. La pandemia ha revalorizado la función de la escuela, incluso en la formación de la personalidad y a nivel afectivo. Las leyes no resuelven estas cuestiones. En este sentido, la pandemia también ha revalorizado la presencialidad. La digitalización o la educación a distancia pueden ser positivas, pero la presencialidad de la escuela es insustituible.

¿Qué le parece que Baleares vaya a tener su primera ley educativa autonómica?
—Tener una ley autonómica es una buena medida para no tener que resolverlo todo a base de decretos. Y una ley autonómica puede abordar cuestiones específicas de nuestra comunidad, creando un modelo propio. Como elemento regulador de ese modelo propio, la ley autonómica puede tener una importancia relativa, pero hay que implementar recursos para afrontar los problemas existentes.