Isidro, sonriente, en su casa de protección oficial. Se sostiene con un cayado por sus enfermedades. | Jaume Morey

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Unas estrechas y enfiladas escaleras llevan al hogar de Bàrbara Frau, de 85 años, un piso cargado de recuerdos, que traslada a cuando los radiocassettes eran el último invento. Bàrbara conserva en una de las habitaciones una gran cantidad de ropa de marca, coqueta y resultona. Sentada en un sillón de terciopelo, cuenta la buena vida que pasó, los viajes con su marido y su breve paso por la enseñanza con niños de seis años.

Bàrbara es una mujer bromista, de espíritu joven y de mentalidad abierta. No quiso ser madre y se considera caprichosa. Desde que su marido falleció hace ahora 13 años, la soledad devora sus días. Intenta sobrellevarla con humor y con la televisión puesta a todas horas. «Me paso los días en la cama, es lo más criminal que hay», confiesa de manera tímida.

La soledad no es ninguna enfermedad, pero actúa de la misma forma. El 24,2 % de los hogares en Baleares, con mayores de 65 años, son unipersonales –aquellos habitados por una sola persona–, lo que representa 40.300 viviendas, según los datos de 2020 del Instituto Nacional de Estadística. Parte de este colectivo se considera vulnerable y son más propensos a contraer problemas de salud mental a propósito de esta condición. El número de viviendas ha variado mucho desde 2015, donde había contabilizadas 36.000 viviendas unipersonales, frente a las 40.500 en 2016 o las 43.600 en 2019.

Inicios

Aunque Bàrbara presume de la buena vida que ha tenido, con un marido «que me hacía ser caprichosa», desde que su Alejandro marchó a consecuencia de un cáncer de pulmón su vida dio una vuelta de tuerca de forma inesperada. A pesar de ello, continuó adelante y sin moverse de la casa que alquilaron sus padres cuando ella tenía dos años. «Me casé en el 1975 y reconozco que mi vida ha sido muy buena, con un marido muy bueno conmigo; ahora me quejo porque estoy sola», lamenta.

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Bàrbara Frau, de 85 años, vive sola en un piso cargado de recuerdos.

Detrás de cada hogar que rezuma soledad, hay un programa de la Cruz Roja que ofrece actividades a este colectivo, considerado vulnerable. Por ejemplo, Bàrbara se apuntó a esa oferta y desde hace unos años recibe visitas semanales de voluntarios que le alegran un poco la vista. Para Bàrbara, la soledad se resume en «levantarse y decidir si salir o no a la calle o si llorar un poco. La soledad es muy mala, uno no sabe lo que es hasta que te encuentras en esta situación. En mi caso, vino de repente. Me dejó muy tocada».

Las fechas más familiares marcadas por el calendario cristiano, como la Navidad o la Semana Santa, es cuando más se intensifica la «pandemia» de la soledad. Son muchas las entidades y asociaciones con sendos programas dedicados a hacer más llevadero estas fiestas populares. Bàrbara Frau todavía conserva el calor de sus sobrinos. Begoña Recio lleva unos 25 años dedicada al mundo del voluntariado, sobre todo con las personas mayores. Jubilada, opina con conocimiento que «a veces no está cubierta su situación». La voluntaria asegura que la depresión es uno de los síntomas más comunes de la soledad.

«Es importante nuestro papel, para que sepan que estás ahí y les escuchas», sostiene.
Miguel Elvira, voluntario de Cruz Roja desde hace tres años, sorprende a Isidro Chércoles, sostenido con su cayado en su luminosa casa en los pisos protegidos de Es Jonquet, en Palma. La mala vida ha llevado a este hombre, de 70 años, a convivir con diversas enfermedades que le dificultan la movilidad.

Su caso es el más peculiar. «Llevo solo desde 1992, cuando me separé. Siempre me he considerado un lobo solitario», sostiene. Isidro narra que comenzó a fumar cuando tenía seis años. «Yo nací en Puertollano (Ciudad Real). En ese momento solo se fumaba matalauva. Cuando ya era más mayor, pasé al Marlboro y he llegado a fumar cuatro o cinco paquetes al día. Tuve que dejarlo hace dos años por una embolia. Mis pulmones están más negros que el carbón», comenta Isidro.

Tiene seis hijos, pero asegura que no ve a ninguno. De su exmujer tampoco habla. «Yo siempre me he dedicado a la hostelería, desde que tenía 14 años. Para mí, la soledad no es mala: veo la tele, paseo, etcétera».

—Pero Isidro, algo malo tiene que tener la soledad, ¿no?
«Bueno, quizá que no tengo a nadie, pero no me importa. Soy un lobo solitario», contesta.

Algunas de sus aficiones son el dominó y las cartas. Desde la pandemia no ha podido salir mucho con los amigos, ni tampoco jugar. Isidro dice que «ahora hago lo que de joven no hice», en alusión a que tiene que cuidarse por sus múltiples enfermedades, entre ellas la diabetes. Hace un par de meses que recibe a Miguel para llevar a cabo alguna actividad, como por ejemplo ir a la playa los miércoles con el resto de usuarios. Y así, Isidro, pasa sus días.

La cara B

Aunque la soledad es una pandemia para muchas personas mayores de 65 años, hay una escasa parte que saca la cara B de esta situación. Antònia Capó nació hace 88 años en el Coll d’en Rabassa. Es una mujer risueña, feliz y una excelente anfitriona. Arropada por una amplia familia, lleva sola más de 30 años. Ya ni contabiliza el tiempo. «Mi marido murió con 58 años y desde entonces siempre he estado sola, y siempre en esta misma casa», reconoce.

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Antònia, en su espaciosa casa, bromea con que se considera una «salvaje» muy sociable.

Antònia lleva más tiempo viuda que casada. La mujer empezó a disfrutar de la vida con sus amigas: «Nos íbamos a bailar, pero separadas. Eso de arrimarte a una amiga no me gustaba, ni tampoco a hombres», bromea. Mientras cuenta su vida no deja de sonreír, a pesar de un matrimonio fallido. «Él era jugador, le gustaban las tragaperras. Hoy sería ludópata», recuerda. Antònia manifiesta que tuvo suerte con su familia, «pero no con mi marido».

Cuando se le pregunta por la soledad, ella la contempla con cariño. Le gusta estar en su casa más que fuera de ella. Se pasa horas en la televisión, limpia la cocina, barre el suelo y todavía hace comidas para sus hijos y nietos.

La soledad, aunque su nombre evoque oscuridad, hay personas de luz que irradian esperanza a su día a día, a su última etapa de la vida. Coinciden, sin embargo, en que las ayudas sociales no llegan a todos y que se lleva más difícil en situación de desamparo.