Dos turistas pasean por las calles de Palma esta semana. | M. À. Cañellas

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Ante la epidemia de coronavirus, normalmente uno puede argumentar por qué cree que hay que abrir o cerrar los bares y restaurantes, por qué hay que vacunar primero a unos o a otros o qué movilidad deberíamos admitir para hacer compatible la vida y la salud. Es una cuestión de exponer argumentos, pros y contras. Sin embargo, tras ver lo que está ocurriendo en nuestro país y particularmente en Baleares, no creo que valga la pena abrir la boca cuando un lunes se decide abrir los bares y restaurantes y apenas siete días después se decide cerrarlos. Los que habíamos escuchado mil veces que desde que una persona se contagia hasta que presenta síntomas detectables pasan bastantes días debemos negarnos a debatir esto. Los disparates son eso, disparates. Debatir equivaldría a admitir que la apertura de bares y restaurantes pudo tener efectos negativos incluso días antes de producirse.

Yo me habría atrevido aquí a argumentar por qué pienso que hay que permitir o no que los residentes en las Baleares puedan ir de una isla a otra. Recuerdo perfectamente que sobre el veinticinco de agosto del año pasado yo decidí cancelar un viaje a Ibiza porque había quinientos casos en la mayor de las Pitiusas y, pese a que no había restricción alguna, me pareció prudente aplazar mi viaje; en diciembre hubo un brote en Alaior que había disparado el alcance de la epidemia en Menorca, sin que nadie cerrara las puertas; Mallorca ha estado semanas y semanas en situación límite, abierta para quienes viven en las otras islas. ¡Pero si en Santa Maria, con quinientos casos, no se cerraron ni los bares! Hoy, tras todo lo que hemos visto, el aislamiento perimetral de cada isla del archipiélago suena a improvisación ante la que, desde luego, sobra debatir. Es otra evidencia de que nuestras autoridades no tienen ni idea de lo que hacen.

Cómo pretenden que uno argumente si está bien o si está mal que nos impidan visitar nuestros familiares en la Península –o al revés–, mientras los extranjeros pueden entrar en Baleares tranquilamente. ¡Qué sentido tiene decirle a nuestros gobiernos que esta es una humillación aberrante, y que el virus lo trasmite la especie humana, no sólo el aborigen balear!

Cerramos de nuevo los bares y restaurantes pero decimos que hay un brote en Inca generado en actividades deportivas. Oigan, olvídense de mí: no vale la pena discutir. Pongan a alguien con un poco de sentido común, racional que le llamaban antes, y quizás podamos llegar entendernos. ¿Quieren que alguien les explique por qué hay que vacunar rápidamente? ¡Por qué hemos tenido que estar seis días sin aplicar la vacuna! ¿Merece la pena decirle a un gobierno que no puede ventilar los efectos adversos de las vacunas así como así, irresponsablemente, cuando el efecto de la COVID-19 son casi ochocientos muertos? No, desde luego, no.

Una dosis de cualquier vacuna, según incontables estudios científicos publicados en las revistas habituales, protege hasta tres meses, momento en el que empieza a ser necesaria una segunda dosis. ¿Por qué en este país nadie ha decidido dar una dosis a más gente que dos a la mitad? Si hasta el país de pandereta más chusco del mundo lo ha hecho, menos nosotros, que nos resistimos a pensar, so pena de desoxidar las neuronas.

Yo me sentiría absolutamente estúpido si me prestara a discutir si tiene razón Francia, cuando prohíbe la vacuna de AstraZeneca para los menores de cincuenta y cinco años; España, que la prohíbe para los mayores de sesenta y cinco, o la Agencia Europea del Medicamento que dice que es válida para todas las edades? No, oigan, que esto habla por sí solo y no se argumenta. Ya está, a otra cosa.

Escuchar la radio, ver la televisión o leer un periódico se ha convertido en un ejercicio de surrealismo: hay que comprobar varias veces el mensaje para cerciorarnos de que el disparate es verdad. Y no hablo ni de las comidas en Ibiza ni de las visitas a los bares nocturnos, hablo de las cuestiones evidentes, elementales, las que no admiten controversia.

Esta locura, este absurdo, este disparate ocurre cuando uno tiene más comunicadores que médicos trabajando; cuando está más atento a los apoyos sociales y políticos que a lo datos de la pandemia, cuando se tiene una memoria de pajarito y nos olvidamos de lo que decíamos ayer mismo.

Es como si a usted, en un mediodía cualquiera, alguien le dice que encienda la luz porque es de noche. A esto no se le contesta, se llama al médico.