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Un excelente amigo me preguntó hace unos días por qué pensaba yo que la epidemia de gripe española que tuvo lugar hace ahora cien años apenas aparece en los libros de historia. La pregunta le surgió unos fines de semana antes cuando, hurgando en las memorias y biografías de españoles ilustres de la época, desde Alcalá Zamora a Maura, a la sazón presidente del Gobierno, o en libros de historia solventes, apenas encontró una referencia menor a aquella epidemia. Yo tampoco recuerdo haber leído muchas menciones a un desastre que duró casi dos años y mató a cuarenta millones de personas en todo el mundo.

Inevitablemente, si uno piensa en el caos que tenemos montado hoy en el mundo con una enfermedad que ha causado menos de dos millones de muertes, cuarenta millones deberían de haber alterado el contexto social; deberían haber dejado una huella espectacular en la literatura de la época. Sin embargo, efectivamente, aquella gripe apenas tiene presencia en la literatura europea, americana o española, como mi amigo comprobó repasando su fantástica biblioteca. La pregunta que me planteaba es absolutamente pertinente.

Yo le contesté que no se me ocurre otra cosa más que el impacto de los medios de comunicación. Hace cien años en España no había Internet, ni radio, ni televisión y, aunque había prensa, prácticamente carecíamos de población que supiera leer o escribir, por lo que la ‘caja de resonancia’ que constituyen los medios no existía. Y esa es, desde luego, una variante significativa. También podríamos añadir que España estaba inmersa en las guerras marroquíes y que el mundo, por su parte, estaba pendiente de las negociaciones del tratado de Versalles, aunque no estoy muy seguro de que eso fuera más importante que los disparates contemporáneos de Trump o el Brexit.

Mi amigo, a quien admiro por la sutilidad de su análisis, me contestó que todo esto, por supuesto, tiene que haber tenido su influencia pero que, no obstante, hay algo más: a su juicio, por entonces la gente no esperaba que los gobiernos les resolvieran sus problemas, no había una expectativa que exigiera que los estados respondieran. En otras palabras, la epidemia hace apenas cien años era un asunto del ciudadano, de la población, no de los gobiernos.

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Creo que acierta absolutamente. Efectivamente, en el pasado, las epidemias eran un problema de la sociedad, de los individuos. Nadie esperaba que el estado proveyera. Igual que pasaba ante los terremotos o las tempestades, ante las hambrunas o las crisis. Hoy ya no, hoy es un asunto del que nos han de proteger los gobiernos. Al menos, o sobre todo, en las sociedades occidentales.

Hemos asumido el papel del estado como niñera, como megaprotector, sin siquiera darnos cuenta. En cien años todo ha cambiado. La solución de la epidemia hoy es un asunto de los gobiernos, a quienes todos miramos preguntándoles qué piensan hacer para acabar con ella. Lo que nunca antes había ocurrido. Esto probablemente aún no alcance proporciones mundiales, porque en los países menos avanzados la gente se busca la vida, se las apaña, sabedora de que el estado no funciona o no existe. Pero en Europa, naturalmente, todos miramos a Sánchez, a Macron o a Merkel a ver qué soluciones tienen.

Estamos ante un cambio que va mucho más allá de la epidemia, que tiene que ver con la autonomía de los individuos, con la capacidad propia para desenvolverse. El papel de los estados, siempre expansivo, llega más y más lejos. Nunca antes en la historia de la humanidad nos habían dicho cuántos podíamos cenar en casa, desde qué hora y hasta qué hora, porque era un asunto nuestro. Y bien que la gente se espabilaba porque le iba la vida. Ahora todo tiene manual de instrucciones: si hacemos lo que nos dicen, no nos pasará nada, el estado nos lo garantiza. Nosotros, los ciudadanos, carecemos de papel o de responsabilidad. Hemos de hacer lo que nos dicen. No pensamos, no decidimos, no tenemos sentido común. Hay que seguir el manual y listo.

La ampliación del poder del estado tiene como contrapartida inevitable el atrofiamiento de nuestras propias capacidades para desenvolvernos. Toda la vida las personas afrontamos epidemias y calamidades con nuestros propios recursos, pero ahora no. Hoy, ante la adversidad, nuestras miradas se dirigen al poder político. Este está encantado de que nos pongamos en sus manos. Aunque parece tener tan poca idea como nosotros sobre qué hacer, lo disimula. No puede perder la oportunidad de conquistar nuevos espacios. Es un asunto de poder. De rol.

Desde luego, cuando hayamos vencido al virus, la autonomía individual habrá quedado debilitada: una vez que el poder ha comprobado que puede regularlo todo, no lo olvidará.