Medhi, en la cocina del restaurante en el que trabaja. | M. À. Cañellas

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Dellys (Argelia). Octubre de 2016. Camuflados en la oscuridad de la noche, doce personas –dos de ellas menores– se preparan para emprender la travesía que separa la costa argelina de la isla de Mallorca. Un destino que no han elegido al azar: es al que pueden llegar con la gasolina que acaban de cargan en la patera. No hay espacio para más y, salvo errores de cálculo, será suficiente para llegar al tan ansiado territorio español.

Como pueden, uno tras otro, van subiendo a una sencilla embarcación de madera de apenas cinco metros y dos motores, uno de ellos estropeado. Ninguno lleva chaleco salvavidas. Sin embargo, todos están decididos a arriesgar sus vidas en el mar, en un viaje de dos días de duración que esperan marque el comienzo de una nueva vida.

Agazapado entre sus compañeros de viaje se encuentra Medhi. A sus 17 años y tras varios meses dándole vueltas a la propuesta de unos amigos, ha decidido embarcarse en la patera rumbo a España. De nada han servido las llorosas y amenazantes palabras de su madre, ni tampoco los vídeos de Youtube en los que ha visto cómo tantas y tantas personas perecen en el mar antes de arribar a su destino.

Palma 17:30 horas.
Medhi está en contacto permanente con su familia en Dellys.

La dura realidad

En su particular balanza de la vida pesa mucho más la dura realidad que ha mamado desde pequeño. Hijo de un humilde matrimonio argelino con cinco vástagos, a los 12 años dejó los estudios y se puso a trabajar con su padre como carnicero. Un empleo por el que el progenitor cobraba poco y él, literalmente nada.

A los 15 años empezó a compaginar su trabajo no remunerado en la carnicería con la limpieza de barcos. Con lo que ganaba tenía para sus gastos y para comprar ropa para él y sus cuatro hermanos. Pero le faltaba lo más importante: tiempo para vivir. Se iba al puerto a trabajar de once de la noche hasta las seis de la mañana. Volvía a casa para dormir unas horas y a las once de la mañana ya estaba de nuevo en pie para atender a los clientes de la carnicería hasta las nueve de la noche. Dormía una horita y se iba de nuevo para el puerto.

«Con el tiempo llegué a la conclusión de que en Dellys estaba muerto como persona. No había diferencia entre morir en el mar o seguir con la vida que llevaba en mi país. Así que me dije a mí mismo si muero, muero, pero lo voy a intentar», narra Medhi.

Con la decisión ya tomada, el joven habló con un amigo para empezar a planificar su viaje. Niega conocer que existan mafias que se lucren con el cada vez más intenso flujo migratorio que se está dando en el Mediterráneo y asegura que en su caso se juntaron un grupo de conocidos y entre todos aportaron el dinero necesario para realizar la travesía.

«Nuestro mayor temor no era el mar, sino que nos interceptara la policía argelina o la española. En Argelia, si te pilla vas cinco años a la cárcel, tanto si eres mayor como menor de edad. Por suerte no fue así, pero pasamos mucho miedo».

Un temor tan grande, como el que sintió su madre al despertarse de madrugada y comprobar que además de no estar su hijo, en la habitación del joven faltaba su ropa. Para Medhi no fue fácil marcharse de casa sin despedirse de sus padres ni de sus hermanos. Pero como él dice, si su familia hubiera sabido sus planes, hubiera alertado a la policía. «Hicimos la travesía con mucho miedo, deseando llegar. Estábamos muy apretados y aunque en la barca teníamos fruta, chocolate y queso, nadie pensaba en comer sino en llegar. Los nervios no te dejan ni comer ni dormir», recalca.

Al cabo de dos días de travesía, Medhi y sus once compañeros de viaje divisaron la costa mallorquina y, aliviados, desembarcaron en Santanyí sobre las siete de la mañana. Ante ellos, una playa prácticamente desierta a esas horas, en la que todos empezaron a dar los primeros pasos de la que esperaban fuera esa nueva vida que tanto anhelaban encontrar.

«Estamos en Mallorca»

Nada más pisar la orilla, el responsable de la patera les pidió que bajaran y se despidió de todos ellos. «Estamos en España, en Mallorca. Hasta aquí llega mi cometido. A partir de ahora, que cada uno se busque la vida».

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Y así lo hicieron. Cada uno por su lado fueron dejando atrás el mar para buscarse la vida en tierra firme. Cada uno por su lado, pero con una misma consigna: llegar a Palma e ir a la mezquita de Pere Garau.

«Después de andar horas, conseguí montarme en un bus rumbo a Palma. Una vez allí estuve unos días en la playa como un turista más y después fui hasta la catedral. Allí me encontré con unos compañeros de travesía y, después de sacarnos fotos, nos dirigimos hasta la mezquita», rememora.

La mezquita fue su cobijo durante los siguientes días. Juntos acudían a diario al parque wifi del polígono de Levante, el punto de encuentro improvisado de la docena de personas que pocos días antes habían partido en patera desde Dellys. «Nos reuníamos en el parque hasta que un día vino la policía. Todos salimos corriendo, pero a mí me pillaron», relata Medhi.

Una vez detenido, el joven argelino tuvo que seguir el protocolo que se aplica en estos casos: traslado al hospital para realizar la correspondiente prueba para comprobar si es realmente menor de edad y, una vez confirmado, hacer los trámites necesarios hasta llegar a un centro de primera acogida. «Me llevaron al Norai, donde estuve seis meses. La verdad que no puedo quejarme de mi paso por este centro de acogida, pues gracias a ellos pude aprender castellano, además de realizar un curso de informática», relata el joven.

Como todos los chicos que están bajo el sistema de protección del menor, cuando Medhi cumplió la mayoría de edad –en febrero de 2017– tuvo que dejar el Norai. De ahí pasó a un piso de emancipación gestionado por Fundación Natzaret. «En Natzaret me dieron una beca de 200 euros para que pudiera pagar mis gastos y seguir estudiando. Al principio me costó un poco acostumbrarme, porque todo era nuevo para mí y no conocía a nadie. Además, en Norai me daban todo hecho y en el piso teníamos que organizar las tareas de la casa entre todos los compañeros», reconoce.

Tutorizado por Sandra V., educadora del Casal del Jove de Natzaret, el joven iba mejorando sus competencias lingüísticas, al tiempo que se iba formando para tratar de acceder al mundo laboral y cumplir todos los requisitos para legalizar su situación. «Hice un curso de carnicería en Cáritas y después las prácticas en Eroski. Posteriormente realicé otro curso de cocinero profesional. Mi objetivo era claro, encontrar un trabajo con el que poder ganarme la vida», recuerda Medhi.

Mientras el chico proseguía con su formación, desde Natzaret empezaron con todas las gestiones necesarias para conseguirle el permiso de residencia y posteriormente el de trabajo, para así facilitarle un contrato laboral. Superados los largos y farragosos trámites burocráticos, finalmente a finales de julio de 2019, Medhi obtuvo su permiso de trabajo.

Tras ocho meses de prácticas en el proyecto de inserción laboral de Fundación Natzaret, le llegó su primer contrato laboral, como cocinero de la entidad. Y unos meses más tarde, en octubre de 2019, empezó a trabajar en un restaurante de Palma.

«Cuando mi jefe en Natzaret decidió coger las riendas de un restaurante en el centro, confió en mí y me dio la oportunidad de irme a trabajar con él. Él me ha enseñado todo lo que sé y gracias a la confianza que depositó en mí he podido adquirir las tablas necesarias para desenvolverme con soltura y eficacia en la cocina y hacer de ésta mi profesión y mi medio de ganarme la vida», asegura con agradecimiento.

A lo largo de estos años, Medhi ha mantenido contacto permanente con su familia. De hecho, todos los años ha podido viajar hasta Dellys, de donde ahora hace justo cuatro años se embarcó en la patera que le trajo hasta Mallorca.

Después de su experiencia vital y tras cuatro años en la isla, Medhi tiene claro lo que les diría a todos esos jóvenes que, como él en su día, están planteándose subir a una balsa para tratar de arribar al otro lado del Mediterráneo. «Es importante que sepan que el solo hecho de subirse a una embarcación y conseguir llegar a Europa no les va a solucionar la vida. Una vez aquí, tienen que trabajar para labrarse un futuro o de lo contrario su vida no será mejor que la que puedan tener en su país», advierte.

Una historia que se repite

Esta es la historia de Medhi. Pero como él, cada año son más los menores extranjeros no acompañados que intentan llegar a Europa en patera. Algunos acaban con sus sueños – y su vida – en aguas del Mediterráneo; otros, consiguen llegar a tierra, si bien en muchas ocasiones la realidad con la que se encuentran dista mucho de aquello que esperaban; y otros, como Medhi, saben aprovechar cada oportunidad que se les pone por delante y alcanzan el objetivo que les llevó a emprender su arriesgado viaje: tener ese futuro ansiado que nunca hubieran podido tener en su país de origen.

Selfie de Medhi el primer día que llegó a Palma.