Imagen de los cinco tertulianos. | Laura Becerra

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Al lado de la estatua ecuestre del Rei en Jaume que preside la Plaça d’Espanya, con una cerveza en la mano y escuchado música (floja) mediante una cadena conectada a los enchufes reservados a los feriantes, Paco, que se presenta como un expresidiario, explica cómo vivió el confinamiento.

«Mira, el 16 hará tres meses que me soltaron. Pero fue llevarme de un sitio ‘chapado’ a otro sitio ‘chapado’. Me llevaron a Son Sardina, para esto del programa de cuando te sueltan. Nunca había estado en este pueblo salvo cuando me bautizaron, que mi madre me dijo que había sido allí».

Paco –no admitió que le tomáramos una foto e inicialmente tampoco quería dar su nombre– dice que nació en una casa de la calle Sant Magí, en Santa Catalina, y que se dedicaba «a coger lo que no era mío: robar». ¿Dónde? «Bancos de la Península: en Madrid, Barcelona... La primera vez estuve diecisiete años encerrado». Ahora lleva un mes viviendo en la calle. «Ya no robo ni me drogo», dice enseñando los brazos, tatuados en su parte interior. «¿Saldré en Ultima Hora? No será la primera vez, ya ha salido otras veces, pero por mal», se despide.

La Plaça d’Espanya está como cualquier sábado por la mañana de junio pero sin turistas, o con muy pocos. Alguien se hace una foto frente a la estatua del Conqueridor. Se llama Diego y es chileno. Explica que lleva pocos días en Mallorca, que el confinamiento le cogió en Cáceres (donde acudió para la boda de su hermano) y que ahora se había venido a Mallorca para reunirse con su amigo brasileño Heitor, que lleva cinco años aquí. «El mar aquí es muy diferente. En Chile, la playa no está formada por arena sino por piedrecitas.

Aquí, en cambio, parece harina. ¡Me encanta este paisaje!». Bajo un tamarindo al lado del termómetro, cinco hombres conversan animadamente. Se llaman Toni, Salomón, Tomeu, Joan y Alfons y dicen que están dispuestos a hablar, «pero no a trabajar».

La conversación, que inicialmente versaba sobre la frágil situación del Mallorca, deriva en cómo era Portopí cuando ellos nacieron, en los años 40 y 50. ¿Sabían que donde ahora se levanta el centro comercial había una tienda-café llamado Ses Rafeletes? ¿Y que el lugar donde ahora están amarrados los barcos de la Marina era Cala Cranc? ¿Y que había un puente por el que circulaban unas vagonetas que traían piedras de Génova para hacer el dique del oeste? Pues esto explicaban Alfonso y Joan, mientras los demás asentían.

Casi todos los locales salvo el que ocupaba la antigua cafetería Cristal estaban abiertos. Cruzaban la plaza personas con bolsas de la compra, sobre todo en la parte más cercana al Olivar.

Vimos pasar a la diputada del PI Lina Pons y a Miquel Àngel Contreras, un director general del área de Cultura de Cort. También coincidimos con las menos mediáticas Noelia Salomón y su hija Ainoa, que este sábado habían bajado de Cala Rajada para hacer unas compras. «No me han dejado probar la ropa, pero lo comprendo: hay que evitarlo», dijo la madre. Y saludamos al joven Jesús Orta, un estudiante del doble grado en Derecho y Administración de Empresas en Barcelona. Con el bañador ya puesto, dice que espera a unos amigos para ir a nadar a Can Pere Antoni.