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Después de casi seis semanas de confinamiento y lamentando, en primer lugar, las vidas que este virus se está cobrando, me preocupa no solo cuánto tiempo durarán las medidas restrictivas sino cómo será nuestro futuro inmediato.

Si pudiéramos volver a la vida de antes, de la noche a la mañana, como quien gira hacia atrás la página de un libro, acarrearíamos grandes problemas, pero reconoceríamos las reglas del juego. Pero ya sabemos que el regreso será lento y paulatino y nuestro entorno, mientras tanto, un panorama distinto al que conocíamos antes de la pandemia.

Por lo que respecta a nuestras Islas, parece claro que apenas habrá turistas. Tenemos la incertidumbre, además, sobre la apertura de los distintos establecimientos: restaurantes, cafeterías, chiringuitos o, incluso, si se podrán celebrar las fiestas patronales de los pueblos y sus respectivas verbenas veraniegas.

De ser así, por consiguiente, viviremos un verano mucho menos masificado y, probablemente, con escasas posibilidades de llevar a cabo las actividades que solíamos hacer los otros años. Estas especulaciones durante la cena en casa de ayer por la noche, despertaron cierta inquietud en mi hija mayor, que tiene 18 años, y que se preocupó ante la posibilidad de no poder salir de fiesta o hacer las actividades propias de una joven de su edad.

Entonces, «¿qué podremos hacer? ¿Cómo vamos a pasar nuestro tiempo?», preguntó.

Mi contestación fue que muy posiblemente no solo ella y sus hermanos, sino también nosotros, todos los adultos, vivamos un verano mucho más parecido a los de antaño, a los que yo conocí en mi niñez, y que nos resultan difíciles de concebir en la actualidad.

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En aquellos años 60 y 70, la finalidad y, precisamente, lo precioso del verano era la feliz circunstancia anual de poder dejar pasar el tiempo, sin ninguna obligación en el caso de los niños, a no ser que hubieras llevado algún suspenso. Eran veranos sin prisas ni grandes pretensiones. La tregua estival era un descanso de verdad, una ruptura con las tareas o con las rutinas del invierno.

Recuerdo vivamente la imagen de mis abuelos en la terraza de su casa, meciéndose en el balancí con un grupo de amigos con los que se juntaban para hacer tertulia y, sobretodo, con la intención de no pedir nada más a las horas. Un poco de paseo al atardecer y un poco de lectura por la mañana, llenaban para ellos todo aquel receso.

Los niños pasábamos horas infinitas en la playa y, como actividad extraordinaria, íbamos a ver llegar las barques de bou llenas de pescado. Eran veranos de quietud, un concepto que, para bien o para mal, hemos perdido o dejado en el camino hacia el modelo de vida actual.

Este mundo pasado, que seguramente tenemos idealizado, supongo que nos sabría a poco hoy en día. Y no solo por las pocas posibilidades que ofrecía, sino por las pocas comodidades que, en realidad, teníamos.

La vida que llevamos actualmente es igual de frenética en invierno que en verano, hemos sustituido el descanso por el entretenimiento y acabamos, muchas veces, más extenuados que renovados.

Tal vez durante los próximos meses, y a la espera de una urgente reactivación económica y social, sea el momento de regresar, aunque sea solo en ciertos aspectos, a esa vida de antes. A buen seguro tendremos la oportunidad de saborear cosas que ya teníamos olvidadas. Ojalá mantengamos las que nos devuelvan el sosiego compatible con los nuevos tiempos cuando volvamos a la normalidad.