Una mujer con mascarilla en Palma | M. À. Cañellas

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En mi vida pasada, por las mañanas, yendo al trabajo en el coche, escuchaba las homilías de una radio nacional. este martes, después de varias semanas de ayuno, sintonicé de nuevo con el tono lloroso, la narración entrecortada, la voz sufrida de mi dramaturgo preferido, ahogado hoy en materia prima.

Este martes nos sumergía en la tragedia de Catalina, una jubilada de una ciudad española que lleva tres semanas contactando con sus hijos por whatsapp. La familia tenía planeado que 2020 fuera a ser el año de Catalina, porque Juan había retrasado su boda para que ella pudiera asistir; Antonio quería darle la sorpresa de llevarla al pueblo de su novia y, en fin, hasta el nieto de cinco años no hacía más que pensar en ella, según mi radio preferida.

Catalina, que para algo tiene experiencia, se había anticipado a la ciencia y ya desde febrero había prohibido a los suyos que la visitaran. «Su añeja sabiduría la previno», sentencia mi periodista de cabecera. La música de fondo acentúa los acordes dramáticos, preparándonos ante lo más fuerte, lo peor de la vida de Catalina: «sale cada día al balcón, acompañada de la mujer que la cuida, para saludar a su nieto que vive al otro lado de la calle, sin poder besarlo, sin poder abrazarlo, sin poder recibir su amor». «Abuela», le grita el chiquillo, emocionado, mientras la música nos lleva a imaginar una brigada de la Gestapo arrastrando a la anciana a un campo de exterminio, del otro lado de las alambradas electrificadas. Veinte minutos así, hasta que afortunadamente llegan las desconexiones con las provincias, para oír las heroicidades de los consejeros de Sanidad de cada región española, que para algo financian los medios de comunicación.

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Observen el detalle del periodismo sensible con el ser humano; porque ahora ya no hay nietos malos, ni viejos odiosos. Ahora nadie se pelea, sino que estamos todos emocionados en una guerra épica contra el virus. Ahora, enternece ver cómo nuestra radio, nuestra prensa, nuestra sociedad se ha vuelto sensible con la naturaleza humana.
En esta historia, sin embargo, hay un personaje que no merece ni un segundo de la atención de nuestros dramaturgos, que no tiene derecho a sufrir, que no debe de tener familia, puede que ni siquiera derechos humanos. ‘La mujer que la cuida’, innombrada, tiene que lavar cada día a Catalina, fregarle los platos y desinfectarle el baño, para que Catalina pueda mandarle su testimonio dramático a nuestro avispado reportero. ¡Qué es el drama de tener la familia en Sudamérica comparado con ver al nieto del otro lado de la calle! Es lo que tenemos los ricos, que nos cuesta bien poco ignorar a ‘la mujer que la cuida’, igual que ignoramos al lavavajillas que nos ahorra horas en la pila, o a la aspiradora, que nos permite olvidarnos de la escoba.

Esta Europa, en la que sus viejos están histéricos por saber cuándo el Imserso les devolverá los trescientos euros que anticiparon por sus viajes subvencionados, ahora cancelados, mira para otro lado cuando miles y miles de rumanos sí vuelan en aviones dispuestos para que puedan ir a Alemania o Gran Bretaña a recoger los espárragos o las fresas que están maduras. Los unos afrontamos la tragedia del coronavirus cobrando un sueldo en casa, glosados por los predicadores de nuestras radios, mientras los otros vuelan sin respetar la distancia de seguridad en los aviones, porque los espárragos alemanes son muy valiosos, desde luego mucho más que un rumano.

Celebro que hayamos llegado a comprender el drama de Catalina, que tiene su pensión asegurada todos los meses en una cuenta bancaria; que dispone de un hospital con los mejores equipos a la vuelta de la esquina, con sus nietos a tiro de piedra, pero me avergüenzo de que no seamos capaces de ver a ‘la mujer que la cuida’, a quien tratamos como atrezzo.