Una señora, tras el cristal, en el interior de su casa en es Molinar. Fuera, el pájaro en su jaula. | M. À. Cañellas

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Todo el mundo parece tener pendiente un «cuando esto acabe» para cuando esto acabe. «Cuando esto acabe» se ha convertido en una expresión habitual desde que el domingo 15 de marzo se inició el estado de alarma que hoy llega su día 29 y supera su primera prórroga

Algunos comercios de Palma ya no abrieron el sábado previo a la entrada en vigor de confinamiento. Pero la mayoría, sí. Y los bares, todos. Incluso había gente en algunas terrazas. Se sabía que el lunes siguiente todo sería de otra manera pero aún estaba reunido el Consejo de Ministros. El presidente Pedro Sánchez tenía que hablar al mediodía; luego se dijo que a las dos de la tarde y, finalmente, compareció por la noche.

Algo había empezado a cambiar ya. Hubo quienes, sin orden de por medio pero «por responsabilidad» habían tomado medidas. Bastaba acercarse ese sábado al Mercat del Olivar. Xisco Planas, propietario de D’Origen, había decidido dos días antes no servir en la barra y limitarse a la venta de botellas para llevar.

Hacía ya tiempo que los supermercados estaban abarrotados –no habían empezado las colas ni se guardaban las distancias– y la gente arramblaba con todo. La compra estrella era el papel higiénico. Salía en todos los telediarios y en los periódicos. Pero todo era confuso. El viernes, la presidenta Armengol había dicho que era importante «quedarse en casa» y el Consell de Govern aprobó un decreto cerrando discotecas y salas de fiesta pero fijando aforos máximos para bares. Fue la última semana de ruedas de prensa presenciales. El Teatre Principal suspendió la representación de ‘Tirant’ pero sin saber qué iba a suceder luego. Todo estaba pendiente de la comparencia de Sánchez que tanto se hizo esperar.

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El domingo, un domingo como este de hace 29 días, ya no hubo bares abiertos. Como era festivo, todavía no se notó demasiado el impacto de un decreto ley que no se publicó hasta que faltaban diez minutos para que entrara en vigor.

Está a punto de cumplirse un mes y nuevos gestos, expresiones y palabras se han adueñado del día a día. En estas semanas, la gente oye cantar a los pájaros y hasta distingue si son gorriones o no. Lo último que anoto en 1492 Cristóbal Colón en su diario antes de desembarcar en América que «toda la noche oyeron pasar pájaros». Ahora la gente se fija mucho en los pájaros. Y si pasan o no. Y en cómo vuelan. Y va por la calle con mascarillas. Y sale al balcón a las ocho. Es otro de los ritos. Además de lavarse las manos. Lavarse las manos será, con las mascarillas, una de las imágenes del estado de alarma.

La distopía y el libro
Hace unos meses, el alcalde Hila anunció una «revolución» en los autobuses de Palma. Más frecuencias y mejores horarios. Ha bajado más de un 90%. Sus frecuencias son imposibles. El del aeropuerto puede tardar una hora aunque ahora el tráfico de vuelos se limita a diez al día.

Distopía. Todo el mundo sabe ahora que las distopías son esas ficciones literarias que dibujan un futuro no deseable, generalmente una sociedad controlada. Hay decenas y decenas de distopías. Un periodista mallorquín, Jaume Oliver Ripoll, publicó a principios de año Crònica desordenada de Ciutat Antiga. Narra cómo una gran lluvia y una epidemia lo cambia todo.

El coronavirus ha impuesto sus propios ritmos en la ciudad. Por la mañana, y pese a las restricciones –con patrullas de la policía– hay gente por la calle pero después de la hora de comer desaparece. Han desparecido los niños y las niñas. No pueden salir salvo en contadísimas excepciones. Pero sus conversaciones se oyen de pared a pared en las casas de la gente confinada. La otra cara son las personas mayores, las más vulnerables al COVID-19 que impuso sus reglas un domingo como hoy. El domingo en que todo cambió.