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En la primera gran guerra electrónica contemporánea, los ‘exocet’ de precisión que los americanos lanzaban sobre Bagdad siempre producían daños colaterales. Víctimas civiles, hospitales, infraestructuras no relacionadas con la guerra padecieron esas ‘imperfecciones’ de la maquinaria bélica. La crisis del coronavirus tiene, también, sus daños colaterales. El virus nunca pensó en atacar al periodismo o al comercio, pero los está diezmando.

Varios periódicos españoles describen su situación financiera como dramática: en estos días de cuarentena, su difusión se ha multiplicado al tiempo que sus ingresos se han reducido hasta prácticamente extinguirse. Todos los anunciantes, sin excepciones, han retirado la publicidad, dado que el mundo se ha parado. En cierta medida, su situación es comparable a la del comercio tradicional: mientras tiene que permanecer cerrado a cal y canto, perdiendo una millonada cada día, con los trabajadores en casa y sin capacidad de respuesta, su verdadero rival, su gran enemigo, Amazon y sus equivalentes, venden como nunca, reparten como nunca, se forran como nunca y explotan como siempre.

La crisis del periodismo, especialmente el impreso, es anterior al virus. Los ingresos habían caído desde la crisis de hace diez años. Pero es que ahora han desaparecido. Súbitamente, de febrero a marzo, el mundo se ha hundido. Como representación gráfica del destino atroz, la única publicidad que queda son las esquelas. Un periódico italiano ha automatizado su inserción ante la demanda desbocada; claro que cada una es un clavo más en el ataúd.

Paradójicamente, nunca como ahora los periodistas habían dado un servicio tan útil a la sociedad, nunca habían estado trabajando a destajo como ahora, y nunca la retribución por su esfuerzo había sido menos prometedora. Gracias al periodismo sabemos que los médicos no tienen mascarillas, que los ancianos mueren en las residencias, que hay detenciones porque mucha gente ignora el confinamiento, que las regulaciones de empleo son masivas. En medio del mar de mentiras en que se ha convertido Twitter, el periodismo presenta una visión incomparablemente más equilibrada.

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Pese a ello, los periodistas, tras semanas de trabajo incansable, sólo pueden esperar que sus gerentes les llamen para despedirlos, porque no hay dinero para pagarles.

La tragedia de hoy del periodismo tiene raíces antiguas. Las empresas periodísticas ganaban dinero a paladas antes de la aparición de Internet, porque eran las explotadoras en régimen de oligopolio de la necesidad social de información. Con Internet, tras muchas vacilaciones, se impuso la idea de que era mejor dar la información gratuitamente, porque eso se podría financiar, como sucede con la televisión, mediante publicidad. Fue verdad, pero quien se llevó el dinero de esa publicidad fue Google, mientras el periodismo ponía el trabajo. Busque ahora mismo en Internet cualquier noticia, Google se la servirá, cobrará por la publicidad que inserte, mientras que el medio de comunicación que pagó al periodista no ve ni un céntimo.

Como han demostrado otros productos culturales como la música y el cine, la única salida para el periodismo probablemente sea la información por suscripción. Sin embargo, esto choca con las tensiones entre las empresas de comunicación. Si una se autoexcluye y ofrece su material gratuitamente, impide la viabilidad del modelo. Así que, como nada parece que pueda arreglarlo, el periodismo está abocado a pasar por momentos muy difíciles.

En toda esta crisis, Estados Unidos nos lleva quince años de anticipación. Hoy allí ya hay medios que son (muy) rentables bajo un modelo de pago por visión. Eso exige por un lado de una sociedad madura que quiera saber la verdad, aunque por ello haya de pagar y, por otro, de comunicadores profesionales, competentes, documentados y desapasionados. Sé que este es el único camino posible. Pero no estoy tan seguro de que nuestra sociedad responda a esta descripción y tampoco sé si hay suficientes periodistas dispuestos a contar la verdad por encima de su ideología.