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Hace casi diez años que hago la compra en los mismos sitios. Conozco a los trabajadores, aunque en este tiempo unos se han ido y han llegado otros. Los veo en el súper, también me los cruzo cuando van a merendar al bar, nos saludamos por la calle. No viven en el barrio pero son parte de mi barrio.

Estos diez últimos días no he bajado a comprar, pero ayer no me quedó otra. Nada es igual a la última vez que entré: Tuve que hacer cola, lavarme las manos, limpiar la barra de la cesta... Cambios y medidas ante el nuevo contexto. No me sorprendió nada de esto, pero reconozco que sí las miradas esquivas de otros que como yo compraban, en alerta para que no rebasara la nueva distancia de seguridad, esa que amplia el espacio privado que nos previene de contagios.

Mientras pasaba por los pasillos, me crucé con varios empleados. Reponían, limpiaban, sobre todo... No hay teletrabajo para ellos y las últimas semanas no han sido nada fáciles. Piénsenlo. Nos dicen que tenemos que estar recluidos en casa para evitar contagios y ellos trabajando con aglomeraciones, rodeados durante toda la jornada de una multitud entrada en pánico que acaba con las existencias por miedo al desabastecimiento. Esta crisis ha multiplicado exponencialmente su intensidad laboral y trabajar a destajo, en un clima tan complicado, es difícilmente soportable.

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Durante la compra me crucé con algún conocido; saludo escueto y distanciado y a por lo siguiente de la lista. Me fijé en que los guantes de plástico que antes se acumulaban en la frutería, pese a las indicaciones de hacer uso de ellos, ahora escasean. Y quien más o quien menos llevaba mascarilla o se tapaba nariz y boca con lo que podía.

La compra fue rápida y al llegar a la caja allí estaba ella. Es quizá la chica más risueña del súper. Habla especialmente alto y no pasa desapercibida, siempre bromea con sus compañeros y saluda con un cercano '¿qué tal, cariño?'. Llegado mi turno, nuestras miradas se cruzaron. La mascarilla me permitía ver solo sus ojos y ayer no estaban como siempre. No me dijo nada, no hizo falta. Más aún cuando el cliente que venía detrás le lanzó un '¿qué tal?' En su gesto, porque no hubo palabras, terminé de entenderlo todo. Podría ser sólo un mal día, pero no me lo pareció. Me despedí. 'Ánimo'. 'Gracias, cariño', respondió.

Mientras salía con mis bolsas recordaba las palabras de un familiar que trabaja en un supermercado y que el otro día me contaba, algo abatido, lo duro que está siendo el exceso de trabajo, lo tarde que han llegado las medidas para protegerse, el miedo, la tensión, los aumentos horarios, los problemas de conciliación que ahora supone todo esto...

Esta mañana, bien pronto, desde el balcón he visto de nuevo la cola de gente esperando la apertura. He vuelto a pensar en la chica del súper y en todo lo que hemos perdido en menos de dos semanas. Mucho.