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Bérgamo es una hermosa ciudad italiana, con apenas 120 mil habitantes. Tiene dos partes: la alta, antigua, maravillosa, encima de un monte, alrededor de un castillo, llena de palazzi y otra, la baja, más contemporánea, bulliciosa. Esa ciudad de Bérgamo es hoy el foco más dramático de la epidemia de coronavirus en todo el mundo. En ningún otro lugar hay una densidad de contagios tan espeluznante: diez mil vecinos están afectados. Y en ningún otro lugar hay entre sesenta y cien muertos diarios, todos en el único hospital local. El periódico de la provincia, L’Eco di Bergamo, que solía publicar una página de anuncios necrológicos, supera hoy las diez. El cementerio, incapaz de atender a la demanda, ha cerrado y los muertos son trasladados en camiones del ejército a otras ciudades.

En Bérgamo, sin embargo, nadie critica la descoordinación, la tardanza o las carencias del sistema. Cuando se llega a este drama, la gente sólo busca algo a lo que aferrarse, una esperanza, una luz que permita pensar en que esto acabará. Bérgamo es hoy el símbolo de las conductas humanas en tiempos de sufrimiento: mirar adelante, buscar salidas, intentar no repetir errores, dejar a los demás en paz.

En España, vamos igual. Sánchez habló el sábado y no dijo nada, pero es que ya nadie espera que nos digan nada. Ahora estamos solos ante la epidemia y hay que apoyarse mutuamente de la mejor forma posible. Seguimos sin capacidad para analizar a los enfermos, seguimos sin mascarillas, pero de nada sirve hoy buscar culpables. Sólo pensamos que lo que nos espera sea soportable.

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Tras un siglo sin epidemias universales, creíamos que estas pandemias eran cosas del pasado. Tal vez pensábamos que la ciencia había llegado a un punto en el que lo podíamos controlar todo. En los tiempos en que además de la nuestra –ciertamente muy limitada– tenemos la inteligencia artificial, quizás creíamos que estábamos libres de los males que la Humanidad ha sufrido desde siempre.

Habíamos pensado que nuestro bienestar y estabilidad estaban asegurados y, por lo tanto, como gusta de hacer a los ricos, podíamos buscar problemas donde no los hay, podíamos pelearnos entre nosotros por una bandera, por un poco más o menos de poder en mis manos o en las tuyas, por un aeropuerto aquí o por una carretera más allá. Ahora un virus nos recuerda que hay cosas más importantes. Una epidemia ante la que estamos absolutamente impotentes nos altera los valores. Igual que una tragedia familiar nos sacude y nos lleva a preguntarnos si ha valido la pena tanta pelea, tanta discusión, este terremoto ante el que no hay distinciones de raza, color, ideología o riqueza, nos cuestiona si nuestra agenda diaria de conflictos vale la pena.

Igual hasta concluimos que más nos vale convivir en concordia.