José Núñez , de vigilante en Son Espases. | Redacción Local

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José Núñez, de 31 años, trabaja como vigilante de seguridad en Son Espases. Hace dos años que cambió de vida tras 11 en el Ejército de Tierra. «Lo dejé por mi hija», reconoce mientras bebe un Aquarius de limón en la cafetería del hospital. El joven tiene pareja y dos niñas. «Si estuviera soltero seguiría en el Ejército. Seguro», dice.

Ingresó como militar en las Fuerzas Armadas en 2006, cuando tenía 18 años. Núñez viajó a Kosovo en 2008 para mediar en el conflicto que había entre albaneses y serbios. «Había unas monjas amenazadas de muerte en un monasterio en mitad de los Balcanes. Nos comunicábamos con ellas por señas. Nos daban de comer, nos hacían pulseritas y collares con la bandera de España. Estaban muy contentas con nuestro trabajo. Nosotros hacíamos guardia para que no las atacaran».

El confuso Afganistán

La misión humanitaria, que se prolongó cuatro meses, fue tranquila, pero en Afganistán la situación cambió. José Núñez fue uno de los cuatro soldados elegidos de su compañía para dar seguridad a los mandos que iban a instruir al ejército afgano en 2011. «Justo antes de ir nosotros asesinaron a dos guardias civiles. Los mismos afganos a los que instruían se los cargaron. Allí son todos iguales. Tú no sabes si son sunís, pashtúns o talibanes. Había ese peligro, no podías fiarte del batallón que estabas instruyendo».

José Núñez

Núñez tuvo miedo en Afganistán, sobre todo cuando viajó en convoy de Kabul a Herat. Unos 1.000 kilómetros de trayecto. 1.000 kilómetros en tensión. «Llevábamos un convoy muy grande, todo el batallón afgano se trasladaba y esperábamos sufrir algún ataque».

Viajaban en vehículos blindados con ametralladoras y buen equipamiento. «No tienes miedo de que te peguen tiros, lo que más miedo da son los artefactos explosivos improvisados (IED) que te plantan en las carreteras. Son los que más bajas pueden causar. Cuando nos instruían siempre nos preparaban para los IEDs, pero luego estás allí y te das cuenta de que en cada tramo todo es sospechoso. Vas atento, pero es inevitable pensar en que te puede tocar».

Era un viaje muy largo que, además, se hacía muy lento. «Había tramos calientes en los que parábamos el convoy y reconocíamos la zona», apunta el vigilante. «Un día nos paramos y recuerdo que dos o tres compañeros bajaron a estirar las piernas porque nos pegábamos 17 horas de viaje. Estaba todo desierto y de repente se escuchó: ‘boooom’. Un morterazo que cayó lejos. Y luego ‘boooom’, otro más cerca. Y ya dijimos: ‘todos al vehículo’. Nos ordenaron que abriéramos fuego sobre el objetivo. Yo estaba en la ametralladora y cubría un sector. Veía a la gente correr por el pueblo, buscaba el objetivo, intentaba localizar el mortero pero fue imposible. No veía a ningún talibán disparando». El siguiente mortero estalló a unos 30 metros del convoy: ’Boooom’. «Entonces sí que dije: el siguiente nos cae encima. Y justo en ese instante escuchamos al teniente coronel que dijo: ‘¡Alto el fuego, alto el fuego. Llegada de apaches. Alto el fuego, bajad ametralladoras!’. En ese momento me alegré».

El exmilitar reproduce el zumbido de los dos aviones, que pasaron pegados al destacamento, y empezaron a pegar tiros: ’Pa-pa-pa-pa’. «La llegada de los Apaches fue un subidón… una alegría. Como cuando ganó España el Mundial, más o menos. Como si fueran unos ángeles. Empezaron a pegar tiros y cañonazos y ya no cayó ningún mortero más».