De izquierda a derecha, Marc Palmer, Emma Fullana, Cati Córdoba y Marc Gregorio, con su clase. | Teresa Ayuga

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En el mundo se gastan cada año más de 17.000 millones de euros en la compra de chicles, aunque la mayoría solo tienen una vida útil de unos 15 minutos y buena parte de ellos terminan pegados al suelo.

Las gomas de mascar son, de hecho, el segundo tipo más habitual de basura callejera, después de las colillas de cigarrillos. Y para ver esto solo hace falta mirar al suelo: las calles de Palma están repletas de chicles negros pegados en la acera.

Pero siempre hay esperanza. Un grupo de alumnos de primero de Bachillerato del Colegio Sant Josep Obrer son conscientes de esta problemática, por lo que han elaborado un proyecto para reducir el impacto de los residuos de las gomas de mascar en Palma. Esta idea ha sido bien acogida por parte de la directora general de la Agencia Tributaria de Baleares, María Antonia Truyols, y ha accedido a que cuatro de los alumnos que han elaborado el proyecto –Marc Palmer, Emma Fullana, Catalina Córdoba y Marc Gregorio, de 16 a 17 años– lo expongan y se lo expliquen.

Francisco José Maturana, economista y profesor del centro, explica que «el proyecto surge del interés del alumnado en el tema de los errores del mercado; más concretamente en las externalidades de consumo derivadas de los residuos de chicle». En este sentido, Marc Gregorio, de 16 años, comenta que «la idea también nace de la indignación de ver sucio el colegio, sobre todo con chicles. Y en la calle pasa lo mismo: las aceras, las carreteras... todo está igual». Emma Fullana, también de 16 años, asegura que «para mucha gente puede ser más fácil arrojarlo al suelo que esperar a la siguiente papelera».

Catalina Córdoba, de 16 años, recuerda un clásico en los colegios e institutos: el pegar el chicle bajo la mesa, práctica que se sigue haciendo a pesar de que Maturana les recuerda que «no se debe comer chicle en clase».

Este proyecto se ha llevado a cabo en las asignaturas de Economía y Filosofía, y Maturana declara que «el alumnado debe reflexionar sobre los efectos externos del consumo y las vías principales de corregirlas.

A pesar del innegable carácter sostenible de la idea, no deja de ser una manera de trabajar conceptos de economía como el cambio de la curva de la oferta con un impuesto, o la elasticidad demanda-precio. En este sentido, los alumnos proponen gravar el chicle con un impuesto del 45 por ciento de su precio, que supone unos cincuenta céntimos de más por cada paquete. Marc Palmer , de 17 años, apunta que «creemos que si los chicles suben tanto de precio habrá mucha gente que no lo consuma y ayude a reducir el impacto».

Además, consideran positivo, aunque de difícil aplicación, la imposición de multas por arrojar chicles al suelo, como ya hacen en lugares como Singapur, Ecuador, París o Canadá.
Además, los alumnos explican que en el proyecto hay también una vía educativa, que según Fullana «consiste en la creación de cuentas de Instagram para concienciar, explicando datos y perjuicios al medio ambiente o en la salud. También haremos charlas para los más pequeños».

Estos cuatro alumnos, aunque jóvenes, lo tienen muy claro. Para los que dudan, les piden «que tengan en cuenta todos los años que tarda un chicle en reciclarse, que hay pájaros y peces que mueren por tragarlos y que por mucho que pensemos que por uno no pasa nada, somos muchos».

Otras ciudades

La diseñadora Anna Bullus comenzó a reciclar goma de mascar y a fabricar objetos al mismo tiempo que limpiaba las calles de Reino Unido. Ahora, se presenta a los presupuestos participativos de la capital con una iniciativa que pretende colocar papeleras para que los ciudadanos depositen ahí sus chicles y reciclarlos como suelas de zapato.