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La primera imagen que tengo de Pedro Serra está entre neblinas, porque él daba unas caladas portentosas a un gran puro y el humo lo envolvía, camuflándolo. Era a principios de los ochenta, en la mítica redacción del glorioso diario Baleares que él acababa de comprar.

Mi padre, Jaime Jiménez, cruzó con él un cariñoso «¿Cómo estás, monín?» y al rato, como por arte de magia, en esa redacción ruidosa y atestada apareció una botella de whisky y unos vasos. Sin hielo, por supuesto, que esos periodistas eran muy hombres. Recuerdo, también, que Pedro me hizo una pregunta que a esa edad me aterró: «Espero que siendo nieto de Francisco Javier Jiménez tendrás al menos veinte novias, ¿no?».

Con los años, Pedro se convirtió en mi tercer abuelo. Nunca me falló y entendí por qué sus periodistas de Ultima Hora estaban dispuestos a seguirlo al fin del mundo: Porque él, si eras trabajador y leal, no te dejaba nunca en la estacada. Jamás. Lo demostró con sus antiguos compañeros de Baleares, a los que rescató cuando languidecían en su jubilación en Palmanyola y les encargó artículos semanales. A esos viejos leones les devolvió la firma. Y la vida. Y con mi madre, Fernanda Costa, a la que dos veces al año (por su santo y por Navidad) le enviaba unas flores preciosas. Las últimas, hace poco. Pedro era así: galante y caballeroso. Y extremadamente generoso con sus amigos.

En sus últimos días en el Hospital General, mi abuelo Javier rememoraba sus días de vino y rosas con Pedro Serra en la redacción de la calle Danús. Cuando eran hermanos y no dormían. Y Pedro, en sus últimos años, durante nuestras comidas en Los Rafaeles con su hijo Miquel Serra y con Pep Matas, me recordaba al oído esas mismas historias épicas de los años 50 y 60, cuando se comían el mundo. De día y de noche. Y hacían el mejor periodismo que hemos tenido nunca en la Isla. Con plumas prodigiosas y exclusivas de impacto. Periodismo en estado puro. De raza. Porque Pedro siempre tuvo claro que las primicias eran la única forma de hacerse respetar para un periodista. Y para su diario. Ahora, cuando pienso en Pedro, y también en Pablito Llull, Jesús Cor, Gafim, Juan Bonet, Quinito Caldentey, Eliseo Feijoo, Miguel Vidal ‘Rat’, mi abuelo o mi padre, la música que me viene a la cabeza es una canción de Joe Cocker: Aquellos maravillosos años.