Las escaleras de la Seu fueron ayer el impecable escenario del ‘Via Crucis’ de Llorenç Moyà. | Joan Torres

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La luz mediterránea brillaba ayer con fuerza a mediodía sobre las escaleras de la Catedral. Allí tuvo lugar una de las citas más esperadas por el público en Semana Santa, la representación del Via Crucis de Llorenç Moyà. El montaje, a cargo de Taula Rodona, alcanza ya su vigésimo séptima edición y lo hizo con los ingredientes de pasión, dolor, amor, rabia y devoción. Ni el fuerte y molesto viento, ni la amenaza de lluvia que asomaba por momentos entorpecieron una velada muy seguida, y que también llamó la atención de los turistas, algunos de ellos sorprendidos por la multitud.

La condena a muerte a Jesús marcó el inicio del espectáculo. «Ai, marbre cast, intacte del pretori, tebi como l’alba i com el lliri, blanc, l’odi t’obre la gràcia del flanc per tal que en grana el teu roser s’esflori». Con la lectura de este verso de la obra de Moyà arrancó el montaje. Los lloros de la Mare de Déu y del resto de mujeres que le acompañan ya hacían presagiar lo peor. El peso de la cruz, tanto el físico como el espiritual, hizo que el camino de Jesús a su final tuviera algún que otro traspiés, un destino que nadie puede frenar; ni su madre, ni su mejor amigo, el leal Cirineu, ni la sufrida pero valiente Verònica. Ambos siempre acompañando a María junto al resto de mujeres que imploraban compasión por sus familiares, condenados también a muerte.

Resurrección

La furia, la rabia y la brutalidad llegaron de la mano de los dos soldados, dos seres humanos sin escrúpulos a la hora de atizar sus armas contra los que allí imploraban y suplicaban que se pusiera fin a esa injusticia. Pero no fue así, Jesús fue condenado y crucificado. Los llantos se hicieron más agudos, y las lágrimas corrían por las escaleras de la Seu, un grito de desesperación absoluta, aunque, en el último momento, el cuerpo de Jesús volvió a ponerse en pie. Era la resurrección. Las lágrimas de dolor de María se transformaron en gotas de felicidad. Entonces sonó el Al·leluya, que puso fin a una muestra de religiosiad que arrancó el aplauso, y también alguna que otra lágrima, de los allí presentes.