Palma vivió con fervor la procesión del Dijous Sant en la que incluso se escucharon algunas saetas. | S. Amengual - T. Ayuga

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La procesión del Dijous Sant en Palma tiene siempre algo de la austeridad y del misterio de la Semana Santa castellana y de la alegría y la musicalidad con que se celebra en las principales ciudades andaluzas, por muchos que puedan ser los cambios introducidos en el recorrido, el orden de las cofradías o el reglamento. Y sobre todo tiene un nombre propio, el del Crist de la Sang, que tantas plegarias nuestras y peticiones ha escuchado de todos nosotros a lo largo de décadas y décadas.
Cuando yo era un niño, y tenía a veces miedo por casi todo, mi madre me pedía que confiase siempre en el Crist de la Sang, que él me escucharía, porque era el hijo de Dios, "que todo lo ve y a todos nos ayuda". Y así fue cada vez que me dirigí a él en algún momento de mi vida.
Con esa misma fe, decenas y decenas de personas acompañan siempre al Crist de la Sang al final de la procesión del Dijous Sant, a veces descalzas, normalmente en profundo silencio, con pequeñas velas, quizás para pedirle un gran favor, ante una situación tal vez desesperada, o para agradecerle, con una gratitud inmensa, su ayuda. Y este año, cuando salió de la Anunciació minutos antes de la medianoche, parecía haber junto a la imagen más personas y más fe que nunca.
La procesión había empezado puntual, poco después de las siete de la tarde. Era el primer día de abril, pero el aire era todavía frío. Centenares de personas, sentadas o de pie, esperaban la llegada de las diferentes cofradías y de los pasos, en especial los de Nuestra Señora de la Esperanza y Nuestra Señora de la Salud, que un año más fueron los que más "vivas" y más aplausos despertaron. Desde lo alto de la Calle Oms, podían verse dos caminos paralelos iluminados con cientos y cientos de velas, mientras numerosos flashes fotográficos intentaban eternizar el instante.
Este año, se quería que los cortes fueran mínimos, y que la procesión acabase un poco antes que en 2009, cuando finalizó por vez primera en la Seu, pero penitentes y público coincidieron en que poco más o menos los cortes y los parones habían sido los mismos de siempre.
Quizás sea inevitable. Como suele ser también inevitable que a lo largo del recorrido coincidan los momentos más graves con otros marcados por la levedad. Entre los primeros, el respeto que provoca siempre ver a cofrades descalzos o con cadenas, el paso de determinadas imágenes o escuchar el sonido de los tambores y las trompetas. Entre los segundos, los monaguillos y monaguillas repartiendo confites o quitando hilillos de cera, los comentarios amables de algunas personas que están viendo la procesión o el juego inocente de algunos niños en la Plaça Major o de Cort.
Un año más, no hubo incidentes destacables, y en torno a la una y media de la madrugada, el Crist de la Sang pasó frente al Consell de Mallorca, en donde hubo la tradicional ofrenda floral. Minutos después, fue recibido por el obispo de Mallorca, monseñor Jesús Murgui, a la entrada de la Seu. Ya en el interior, y tras la bendición del obispo, las personas presentes, que prácticamente llenaban el templo, pudieron acercarse a venerar la imagen del Crist, el hijo de Dios, con la confianza, en estos momentos de grandes dificultades quizás más necesaria que nunca, de que todo lo ve y a todos nos ayuda.