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La última encuesta que retrata a los universitarios españoles deja en evidencia que existen muchas luces y algunas sombras en este sector que es, en realidad, el de los más privilegiados del país. Que se sitúen ideológicamente a la izquierda, que valoren la labor de las ONGs, que desconfíen de la Iglesia católica, apoyen el matrimonio homosexual, la eutanasia, el aborto y la libertad sexual son rasgos que definen, más que nada, la «pose» de moda en la actualidad, de progresía y tolerancia.

Más preocupante resulta que en gran número aspiren a ser funcionarios y que más de la mitad crea que no puede haber principios claros sobre lo que es el bien y el mal. Estamos de acuerdo en que la época universitaria suele ser una especie de limbo en la existencia de una persona, un tiempo en el que cada uno va encontrando su propio camino en la vida, un período casi feliz que acaba cuando uno tiene que enfrentarse a la realidad: encontrar un trabajo, fundar su propio hogar, introducirse en el mundo profesional, asumir responsabilidades... en fin, hacerse adulto. Por eso a los estudiantes se les ha permitido siempre anclarse en el idealismo y en la rebeldía, a la espera de que, antes o después, «caigan» en la normalidad que la sociedad nos exige al común de los mortales. Los pocos que, ya adultos, han conservado ese idílico estilo de vida y forma de pensamiento suelen entrar en el restringido mundo de la intelectualidad y eunderground.

No parece que los universitarios de hoy en día sigan este esquema. Parecen «quemados» antes de empezar y sus ilusiones de cambiar el mundo se reducen a ¿ser funcionarios? Algo está fallando en nuestra juventud si la élite que se supone que tiene que liderar la sociedad -los titulados superiores- aspira únicamente a ocupar un puesto fijo en la administración pública y tiene dudas entre lo que está bien y mal.