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Con motivo del Dia de Balears, en la plaza de Atarazanas tiene lugar a diario un mercadillo payés en el que se pueden adquirir productos de la tierra y objetos que tengan que ver con la decoración, así como alguna que otra oportunidad y, al mismo tiempo, cruzarse con personajes de finales del siglo XIX y albores del XX, a quienes Llorenç Villalonga puso nombres y apellidos. Es, sin duda, un gran montaje que llega hasta allí de la mano de La Moderna.

Así pues, como si de pronto hubiéramos dado un salto en el tiempo hasta el tránsito del XIX al XX, nos encontramos con un barbero de cuidado bigote, con un matrimonio muy estirado -y no sólo por la levita de él-, con su nurse, con delantal y cofia, que lleva a su retoño en brazos, y a la que el soldado de rojo ros sobre su cabeza intenta camelar. Nos cruzamos, luego, con los Romerales y Martínez, dos guardias civiles; con el levantador de pesas, que hace todo un alarde de fuerza; con el fotógrafo y su estudio fotográfico; con el contrabandista, que, entre otras cosas, vende pollas de agua; con el sereno; con el médico, con el cura, con las beatas, con la prostituta... Personajes que simbolizan lo arcaico y lo liberal, y que se encuentran en el mercadillo y la arman. ¡Y de qué modo! El cura, don Valentín, levanta el paraguas amenazante a la vez que increpa a la madame, a la que pone de fulana para arriba.

Y como hay que espantar demonios, moja el hisopo en el agua que transporta una de las beatas en una vasija y lo sacude a diestro y siniestro, sin perder de vista a doña Virtudes de Palma, mujer de vida frívola, a la que sigue poniendo de vuelta y media a la vez que su indignación y cabreo van en aumento. «¡Vaya con cuidado, don Valentín -le dice la beata-. ¡No se altere! Piense en su colesterol». Pero don Valentín, ni caso. Tras rezar la letanía, y habiendo perdido de vista a la madame, se ha refugiado en el estudio fotográfico, arremete contra el médico liberal, al que, de un empujón, tira al suelo, pidiendo a la policía que se lo lleve. Es tal su enfado, que de pronto da con los hábitos por tierra, desmayado, con los ojos en blanco. «¡¿Lo ve don Valentín...? ¿Lo ve...? -la beata, de rodillas a su lado, entre gemidos y golpes de abanico, trata de que el pater vuelva en sí-. ¡Es que con el colesterol no se juega, don Valentín! Ya se lo decía yo...

A todo esto, el numeroso público que sigue la función, que a más de uno ha pillado por sorpresa, se parte de la risa.

No es para menos.
Pedro Prieto